De esta forma, la viajera se
animó a confesar sus sentimientos una noche en la que el ermitaño había estado
vagando con ella por los alrededores de la cueva. El hombre aceptó la
revelación con fingida sorpresa, cierta arrogancia y una pizca de cariño. No
obstante, replicó con la brutal sinceridad que a veces lo caracterizaba.
>>Sabes que en esta cueva
siempre serás bien recibida, pero no esperes que yo me preocupe por tus
circunstancias, ni que cambie mis costumbres.
>>He empleado mucho tiempo
y esfuerzos en construir mis murallas y nunca he sentido la necesidad de
derribarlas por ti. Además, aunque me lo hubiera planteado, no quiero hacerlo
por una persona que puede marcharse en cualquier momento.
La secreta viajera encajó
aquellas palabras con todo el aplomo que pudo. Si bien era cierto que sentía
que él había estado jugando con sus emociones, pues las actitudes del ermitaño
hacia ella habían sido ambiguas en más de una ocasión, también era consciente
de que no podía pedir al hombre que estuviera a la expectativa de sus idas y
venidas por el mundo. Porque había quedado claro que había llegado el momento
de dejar el vagabundeo y comenzar el viaje.
Por extraño que pueda parecer, la
rutina de visitas a la cueva no se interrumpió después de aquella conversación;
de hecho, los encuentros aumentaron en frecuencia, aunque disminuyeron en
intensidad. El corazón de la joven seguía latiendo a mayor velocidad cuando lo
veía, pero el nerviosismo se fue desvaneciendo día tras día al saber que sus
suposiciones nunca habían sido acertadas. Y así se estableció un statu quo
hasta el día anterior a la partida.
La despedida entre los dos no fue
fría, ni sentida, ni hubo lágrimas o muestras de cariño. La viajera acabó por
dar la espalda a la cueva y no volvió la vista atrás.
La pesadumbre le oprimía el
pecho, pero a cada paso que daba al frente sentía como si fuera soltando
lastre, de modo que su caminar fue aligerándose hasta que llegó al puerto casi
a la carrera, a pesar del macuto que cargaba a la espalda.
La viajera observó el ferry que
debía transportarla. Su aspecto era mediocre pero sólido, el
tipo de barco feo capaz de aguantar las tempestades en alta mar. Y supo que
aquella característica sería muy útil en el viaje, pues cuando volvió a dirigir
su vista hacia la línea que separa el mar del cielo vio que ésta se hallaba
cubierta por una gama de grises nada halagüeña.
Subió al ferry sin perder de vista la dirección que éste iba a tomar. Las nubes que pendían sobre el horizonte anunciaban lluvia y complicaciones, pero confiaba en que, entre tantos nimbos grises, ella sabría encontrar rayos de sol.
FIN
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