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lunes, 7 de enero de 2019

Telarañas

Aún recuerdo el día que comenzaste a sufrir migrañas. La luz de tus ojos se fue empañando por el cansancio, y la energía que derrochabas en mil proyectos iniciados y siempre aplazados desaparecía por días, incluso por semanas. Al principio, ni tú le diste importancia ni yo empecé a preocuparme por esos dolores de cabeza que de vez en cuando me describías como si alguien te tirara de una telaraña en los ojos.
            Pero poco a poco, lo que eran dolores que mermaban tu alegría espontánea se fueron convirtiendo en tardes con la luz apagada y una gasa sobre la frente. Al mismo tiempo, tus respuestas a mi inquietud fueron variando. Poco a poco, fueron pasando del: “Estoy bien, cariño. Voy a dormir treinta minutos y a ver si se me pasa”, al habitual: “Apaga la televisión, amor. Cada vez que veo esa luz es como si me tiraran de una telaraña en los ojos”.
            Ni siquiera el yoga que tanto te releja conseguía aliviarte en las crisis más fuertes. En realidad, el día que Omaira tuvo que llamarme para que acudiera al centro a recogerte fue el momento en que comencé a asustarme. Mientras recogías tus cosas en el vestuario, la profesora se dirigió a mí, preocupada por tu salud. Me explicó que te habías detenido en medio de una asana muy sencilla y te habías llevado la mano a las sienes y la frente, manifestando con tono quejumbroso que no podías seguir, que te sentías como si te tiraran de una telaraña en los ojos.
            Desde aquella tarde han pasado dos años que se han hecho fugaces e interminables como cualquier día en la Tierra. Los períodos buenos, sin estrés, sin malestares ni telarañas, iluminados por el ímpetu y la vitalidad de los que me enamoré hace años. Llenos de risas, de enfados, de tareas domésticas, y de planes que al final retrasábamos ante la aparición de una de aquellas visitas no deseadas, que no avisaban su llegada ni anunciaban su partida. Si el espacio y el tiempo son relativos, para mí la eternidad habita en la apatía de tus respuestas, en tus ojos achicados por el dolor y las larguísimas siestas que necesitas cada vez que te atacan las migrañas.
            De todo esto, lo  único que te reprocho es haber retrasado tanto la consulta al neurólogo. Después de un año de aguantar que te tiraran de las dichosas telarañas en los ojos, cada vez con mayor frecuencia, no dejé de insistirte para que acudieras al médico. Pero tu miedo encubierto a que fuera algo grave, y tus dichosas escusas fueron aplazando un plan que ha acabado siendo ineludible. Entonces debí decirte lo poco que me importaban los dolores de cabeza de tus compañeras de trabajo, lo insustancial que me resultaban las migrañas de juventud de tu madre y lo mucho que me preocupaban las telarañas que tiraban de tus ojos.
Y ahora aquí estamos, tú en medio de una resonancia magnética y yo esperando en la sala de un hospital. Consulto el reloj, y compruebo que no debe quedar mucho. En el tiempo que has estado dentro, he ido trazando nuestra visita a la Palma dentro de tres meses. Quizá esté siendo muy optimista, y soñar que vas a estar totalmente repuesta para nuestras vacaciones pone en evidencia una ingenuidad que debí haber perdido. Aún así, sé que estas vacaciones vamos a disfrutarlas, con telarañas o sin ellas.
Estoy comparando precios y calidades de hoteles en el móvil cuando sales de la consulta con el rostro risueño y sin sombra de dolencias. Probablemente sea una suerte que te hayan hecho la prueba en una etapa buena, porque tras besarme me dices que el médico quiere hablar con nosotros en su consulta. Tu gesto es relajado, pero la tensión que noto en tu brazo delata que el miedo que tenías amenaza con convertirse en certeza. El doctor confirma esta sospecha en cuanto te llama con gesto profesional y serio, y nos invita a pasar a la habitación donde trata con sus pacientes.
Comienza a describir las múltiples causas de las migrañas y las pruebas que los neurólogos realizan para detectarlas. A ti ya te han hecho varias de las que han mencionado, sin resultados, pero en la resonancia de hoy sí han detectado el origen de tus tormentos. El neurólogo, en mitad de su carrera profesional y protegido por esa pátina de distanciamiento que les otorgan los años de mirar enfermedades y muertes de cara, comienza a explicarnos lo que te ocurre, los posibles tratamientos y las posibilidades de éxito que juegan más en nuestra contra que a nuestro favor. Tú mano aprieta la mía, y creo no escuchar, pero el diagnóstico suena claro en cuanto lo expone. Sin embargo, no noto mis tímpanos vibrar, ni mi cerebro recibir la información sonora. Sólo siento como si me tiraran de una telaraña en el pecho.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Las calles sin nombre (FINAL)


Después del encuentro con el depredador los pasos de Amalia eran más vacilantes que antes, por lo que avanzaba con mayor lentitud de la que era conveniente. La joven no tuvo que mirar el reloj para constatar que la mañana comenzaba a echarse encima, pero se sentía incapaz de pisar el pavimento sin temor. Los ojos del ser que la había perseguido le habían mandado un mensaje claro: le aguardaba la destrucción más absoluta por haberse atrevido a desafiar las crueles leyes del descorazonamiento y el desespero.
La joven acababa de cruzar la Plaza de Santa Ana cuando empezó a percibir la claridad grisácea del cielo. Tuvo que ahogar un gemido que surgía de lo más profundo de su pecho. La perdición estaba a sólo unos minutos de distancia, y ella todavía no sabía qué letras se le habían perdido.
Al comenzar a bajar por la calle comprobó que sus suposiciones habían sido correctas. En aquel lugar, las letras se amontonaban de cualquier manera en los rincones, enmarañadas y a punto de desvanecerse. Lo cual sólo podía significar una cosa: aquella era la guarida de los depredadores, su emplazamiento predilecto para devorar los motivos vitales de los ilusos a los que robaban, de ahí que hubiera tantas letras despanzurradas.
Amalia sintió cómo sus piernas se paralizaban, su corazón suspendía sus pálpitos durante un lapso minúsculo de tiempo y sus mandíbulas se tensaban. Se había metido en la boca del lobo sin saberlo, pero ya era tarde para volver atrás. Si sucumbía, al menos afrontaría la derrota con la valentía de la que había carecido en años anteriores.
En el momento en que la decisión estuvo tomada, sintió una presencia conocida a su espalda. Se giró con brusquedad, hostil y casi agresivamente. Habría huido de nuevo si el cielo cada vez más claro no le recordara que se quedaba sin tiempo para volver a retomar la búsqueda. Miró al depredador de frente y se metió la mano en el bolsillo.
La acuarela le había dado fuerzas desde que la había visto por primera vez, por lo que no era aventurado pensar que había actuado como escudo contra la desesperanza que los depredadores echaban sobre sus víctimas. Si la utilizaba como arma, se quedaba sin talismán; pero si no actuaba, el depredador la abatiría como la carcasa de carne y hueso que estaba a punto de ser. Era una apuesta suicida, aunque por otro lado ya no tenía nada que perder.
Aprovechando la lentitud de movimientos de su oponente, Amalia apuntaló firmemente los pies en el suelo y sacó la pequeña cajita. Le echó un último vistazo antes de prepararse para lanzarla.
La joven arrojó el objeto como el que tira una piedra contra un enemigo imbatible y terrible, con toda la rabia y la frustración que había acumulado durante años porque el mundo no era como ella quería que fuera. Su brazo dio un tirón doloroso al descargar toda la fuerza que le había proyectado al lanzamiento, pero pudo comprobar con satisfacción que la acuarela impactaba en medio de la frente del depredador, despidiendo una nube de polvo aquaverdoso que envolvió al ser con rapidez.
Cuando el velo se disolvió, la calle estaba vacía, y ella se sintió triunfante, aunque la posibilidad del fracaso aún pendía sobre su cabeza. El matiz gris que comenzaba a aparecer en la calle por debajo del fulgor anaranjado de las farolas le indicaba que la hora límite estaba muy cercana. Sin embargo, no siguió corriendo, porque apresurarse a esas alturas ya no le serviría de nada. Lo que necesitaba era concentrarse y encontrar las ilusiones que la habían definido hasta hacía poco.
Comenzó a seguir con la vista las líneas de las baldosas, como si marcaran el mapa hacia sí misma. Caminó con la mirada en el suelo hasta toparse con una “S” de bronce que destacaba por su brillo apagado y tenaz.
Sorprendida por aquella diferencia con respecto a las otras letras que construían una frase ilustre, Amalia se agachó para comprobar si aquel símbolo no brillaba por el rocío que empezaba a posarse sobre la ciudad. Al contacto con el metal, una fina película se adhirió a sus dedos helados. El material cobró consistencia a medida que la joven lo separó del suelo, pero se desvaneció cuando posó la membrana en su pecho. La letra se fundió, impregnado sus ropas hasta llegar a la piel.
La calidez que Amalia sintió en ese momento sólo se puede comparar con el nerviosismo y la emoción que la habían embargado la primera vez que cogió un pincel en sus manitas infantiles. Con ese recuerdo recuperado, la joven siguió la búsqueda.
Dejó que sus ojos deambularan por las fachadas de los edificios, pues comenzó a ser consciente de que no podía andar por la vida con la vista a ras del suelo. De esta manera pudo descubrir una pálida “O” que se había desprendido hacía poco de una cartela. El signo se deslizaba con lentitud hacia el suelo, quedando todavía fuera de su alcance. Y como sabía que el tiempo se le agotaba, Amalia estiró sus brazos y piernas más allá del dolor para poder apenas rozarla.
Por suerte, nada más entrar en contacto con su piel, la letra continuó su deslizamiento a lo largo de su brazo izquierdo hasta llegar al pecho, lugar en el que brilló y la inundó con el recuerdo del primer concurso de pintura que había ganado a los catorce años.
Después de aquel logro se había sentido ligera y poderosa, conocedora de un talento que podía ser apreciado por sus congéneres pero que había que pulir. Recuperar aquella certeza le ayudó a ignorar el dolor que sentía en las piernas y a retomar la búsqueda que le había llevado toda una noche.
El alba se anunciaba en los sonidos de la ciudad que comenzaba a despertarse, y cada vez que escuchaba un nuevo murmullo Amalia sentía la tensión crecer en sus articulaciones. Intuía que si las calles sin nombre por las que vagaba se fundían con la ciudad de las personas antes de que ella recuperara el sueño que le faltaba, éste sería festín de los depredadores y ella se quedaría incompleta.
Encontró el último signo que le pertenecía colgando de una farola. La “L” vaporosa se balanceaba en la bombilla en precario equilibrio, y la joven casi se sintió desfallecer al ver la altura a la que se encontraba su último reto.
En teoría, sólo tenía que trepar hasta la cúspide de aquella lámpara y estirarse para alcanzar la última letra. Dos problemas: primero, si se caía, el destrozo físico era incuestionable; segundo, no sabía trepar.
Las consecuencias de una posible caída la aterraban, pero el vacío que seguía sintiendo en el pecho le causaba un dolor constante y latente, así que reevaluó los riesgos. Si lo intentaba y fracasaba, quizá muriera en el intento y al menos el sufrimiento que ella misma se había provocado terminaría. Si no lo intentaba, de igual modo acabaría como un despojo nocturno en la ciudad.
Con dificultad y miembros temblorosos, Amalia comenzó a trepar.
Sólo se dio cuenta de la altura que había alcanzado cuando pudo contemplar el cielo con mayor facilidad. El gris comenzaba a teñirse de rosa, lo cual envió una punzada de angustia a sus nervios. Contaba con unos pocos minutos para recuperar su símbolo e integrarlo en su esencia.
Observó la L, balanceándose burlona a un metro y medio de distancia de donde se había parado. Alargó el brazo para constatar que el signo aún se encontraba fuera de su alcance, lo cual la obligaba a reptar en su dirección. Ignoró los metros que la separaban del suelo y comenzó a avanzar propulsándose con los brazos.
De nuevo, sólo hizo falta rozar la letra para que ésta se adhiriera al cuerpo al que pertenecía. El contacto transmitió a su pecho el calor y la luz de un sol que ya nunca desaparecería de sus cuadros, por más que las circunstancias pintaran los cielos de nubes. Y en ese momento de dicha infinita, la joven oyó la sirena.
El semblante beatífico de Amalia contrastaba con la cara de malas pulgas del policía que la obligó a bajar de la farola y le impuso una multa por atentar contra el mobiliario urbano. La chica se alejó de allí confusa y avergonzada, y aún maravillada de que aquel hombre no hubiera percibido la loca aventura que la había arrastrado por una ciudad fantasma.
En el bolsillo de la gabardina tomó consistencia la multa, en ausencia de la acuarela que le había servido como talismán. Al pasar por el lugar donde se había enfrentado al depredador, un tenue polvillo azul verdoso persistía en las paredes, lo cual la reafirmó que su periplo nocturno no había sido el mero desvarío de una mente hastiada.
Con la recuperación de sí misma también retornaron las preocupaciones más mundanas. Llegar a casa, ducharse y marcharse al trabajo que le daba sustento, al cual ya llegaba tarde. Las tardes ya las haría suyas de alguna forma, sólo era cuestión de pensar en ello.
Al pasar por la calle Arenal y no ver al vagabundo trajeado le asaltó un pequeño remordimiento por no haberlo buscado para enfrentarse a los depredadores juntos, pero al final Amalia se encogió de hombros y siguió andando. Cada uno debía encontrar su propio camino para salvarse a sí mismo.

lunes, 26 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (VI)

  Amalia recorrió la avenida que bajaba hasta la plaza de Ópera sin que ningún sentimiento de reconocimiento la asaltara. Las letras que veía no le decían nada, y muchas habían perdido su brillo, comenzando a desvanecerse entre motas de polvo. No le sorprendió que su búsqueda no hubiera dado todavía los frutos deseados, pero la ansiedad comenzó a ganarle terreno. Podía tirarse horas, y no se le olvidaba que la ciudad no era suya. A cada recodo podía toparse con un ladrón que no le permitiría recuperar lo que era suyo por derecho.
  Como si aquel miedo hubiera convocado a la fatalidad, Amalia comenzó a oír unos pasos que pretendían seguir los suyos en silencio. No se atrevió a girarse en redondo para ver la cara de su perseguidor, pero aceleró la marcha de su caminata, todavía sin atreverse a huir. En un arrebato de incoherencia, la joven pensó que si no desentonaba demasiado en el panorama desolado, quizá pasaría desapercibida. Y correr implicaba demasiada libertad de movimientos, demasiada energía irradiada a un medio casi estéril.
  Sólo cuando su perseguidor sonaba excesivamente cerca encontró la presencia de ánimo necesaria para mirarlo a la cara. Las facciones de la joven se contrajeron de horror al ver que lo que la seguía superaba las expectativas de su desasosiego. El depredador ya no era un señor con gabardina y sonrisa cruel; era la pútrida sombra de lo que había sido un hombre, que iba en su busca con expresión ávida.
  En ese momento, la chica sí fue capaz de dar salida a su instinto y rompió a correr con un estallido de pies y grititos aterrorizados. Nunca había sido especialmente rápida, pero el pavor y la adrenalina dieron alas a sus pies. Se metió en la primera callejuela que encontró a mano derecha y siguió corriendo cuesta arriba.
  La posibilidad de plantar cara al depredador murió tan pronto como nació en su mente; la desvaneció con un manotazo nervioso sin parar un segundo a recuperar el aliento. No conseguiría derrotar a aquel espanto, empezando por la circunstancia de que no sabía con qué armas enfrentarlo. No, la estrategia a seguir era la huida y la búsqueda, y aunque se le antojara cobarde, en el fondo sabía que a aquellas alturas era la opción más valiente. Había cubierto el cupo de temeridad atreviéndose a salir a las calles sin nombre con un propósito, aun cuando éste no estuviera claro.
  Después de varios minutos dilatados de carrera alocada, Amalia consiguió parar y mirar por encima de su hombro, comprobando que a su espalda sólo había una calle desierta y ruinosa. Los pulmones ardían de esfuerzo, la camiseta chorreaba sudor, frío y cálido al mismo tiempo, y la cara palpitaba de calor y exaltación. Tuvo que doblarse sobre sí misma para recuperar el resuello, pero se sentía más viva de lo que se había sentido en meses. Darse cuenta de aquella emoción la impulsó a continuar con la exploración. Era consciente de que sólo tendría esa noche para vagar con sus facultades mentales completas y tenaces; con las primeras luces de la mañana, la ciudad recuperaría su vida y ella perdería la suya.
Fue capaz de reorientarse en el dédalo de calles y callejuelas que daban forma al casco antiguo de la ciudad. Podía dirigir sus pasos hacia el norte, en busca de la que había sido su facultad durante cinco años, pero se daba cuenta de que aquellos años de estudiante no habían sido tan significativos como deberían. También tenía la opción de encaminarse al sur, donde residían sus padres, pero si había huido del hogar familiar había sido porque las cuatro paredes verdes de su cuarto habían comenzado a asfixiarla. La disyuntiva que se le presentaba era simple: oeste o este.

Al oeste, nada que ella pudiera recordar, salvo la línea de metro que cogía por las mañanas para ir a la cafetería del polígono industrial; al este, el Barrio de las Letras y sus locales cerrados y deshabitados. En función de las leyes de la lógica de la ciudad sin letreros, aquel lugar tenía que ser una entropía de símbolos dispersos y semiluminosos, así que quizá debiera probar suerte allí. Aún dubitativa, Amalia metió la mano en el bolsillo y palpó la acuarela, que pareció palpitar con calidez durante un segundo. Recordó que del este había salido aquel talismán improvisado, y por fin se decidió a ponerse otra vez en acción.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (V)

  La calle Arenal estaba particularmente deshabitada para tratarse de una tarde despejada, por lo que a Amalia no le costó encontrarse con el peculiar indigente que la había abordado el día de la entrevista en la editorial. Se paró frente a él, reuniendo el valor necesario para enfrentarse a su desespero.
  -¿Qué son las calles sin nombre? –la pregunta surgió de los labios de la joven sin que ella pudiera retenerla, apenas sin ser consciente de que la había hecho.
  El hombre levantó la mirada del suelo y le dedicó una media sonrisa cruel, similar a la del individuo que la había secado por dentro.
  -Es el territorio de los depredadores, donde devoran el motor vital de los que han perdido los anhelos de su espíritu.
  -¿Cómo puedo llegar a las calles sin nombre?
  El hombre estalló en carcajadas, huecas y carentes de alegría, pero potentes y afiladas.   Cuando pudo volver a hablar, Amalia llevaba cinco minutos esperando con expresión ausente.
  -Nadie está tan loco como para aventurarse en las calles sin nombre, y menos cuando ha perdido lo que le daba color y forma –la miró directamente-. Asúmelo y búscate un lugar donde dejar escapar lo que te queda de vida.
  A pesar de la crudeza de las palabras del mendigo, Amalia no se marchó. Permaneció clavada en el suelo, incapaz de moverse, incapaz de hablar e incapaz de rendirse. Los minutos pasaban con lentitud, pero los pocos viandantes que pasaban por allí no parecían darse cuenta de la extraña escena que los dos estaban representando. Por fin, la joven encontró el valor necesario para irse de allí y tomar su decisión.

  La noche había llegado hacía horas, las cuales ella había aprovechado para concienciarse. Había pensado meterse unas galletas en el bolsillo, por si le entraba hambre en mitad de la noche, pero había llegado a la conclusión de que debía dejar atrás absolutamente todo. El piso de alquiler, los trabajos precarios y el anonimato del ruido de la ciudad serían una vida vacía si no era capaz de evitar que todos los días pasaran por ella sin dejar huella. En el bolsillo de la gabardina sólo guardaba la pastilla de acuarela y sus manos encogidas en puños.
  Cerró la puerta del piso sin mirar atrás y comenzó a descender las escaleras a oscuras, convencida de que no se tropezaría con ningún vecino. En el momento en que pisara la acera estaría en las calles sin nombre, donde nadie en su sano juicio osaba a plantarle cara a los depredadores.
  El fulgor anaranjado de las farolas era más punzante que el de sus noches de juerga, cuando todavía estaba en la universidad. Y efectivamente, al cruzar la esquina comprobó que el cartel de la calle donde vivía estaba en blanco, con las letras desperdigadas por el suelo, como si una ráfaga de viento malicioso las hubiera arrancado de su sitio. Amalia suspiró y se aventuró entre los edificios, deambulando sin rumbo fijo.
  Era difícil saber qué hacer. Más allá de la idea de dar la espalda a la vida que había llevado en el último año no se había atrevido a hacer más conjeturas. ¿Dónde ir? ¿Qué buscar y cómo? ¿Y una vez encontrado, cómo recuperarlo? Y en caso de encontrarse con los depredadores de los que le había hablado el indigente, ¿huir o plantar cara? Con estas preguntas en mente, la joven comenzó a dirigir sus pasos hacia el centro de la ciudad.
  Las calles que pasaban eran un borrón de carteles vacíos y letras garabateadas en el suelo. A pesar de que la geografía de la ciudad era reconocible, Amalia debía de encontrarse vagando por otro espacio distinto, pues no se cruzaba con ninguna otra persona.
  De repente, comenzó a percibir que los bordes de las letras brillaban de forma desvaída. Al principio no era capaz de distinguir el tono de los brillos que cubrían los signos como si fuera una pátina tangible, pero agudizando la vista, Amalia empezó a diferenciar unas letras de otras por el color de la luminiscencia que desprendían.
  Curiosa, se agachó con el brazo extendido, intentando comprobar qué tacto tenía una A que brillaba en verde amarillento, pero su mano atravesó el símbolo y topó con el cemento de la acera. No obstante, al retirar la mano, la joven recibió el fogonazo de una pasión secreta por escribir poemas, perteneciente a una mujer hace tiempo perdida en el dédalo de la ciudad.
  Ese fue el momento en el que Amalia comprendió que para salvarse tendría que encontrar las letras que la definían, con la complicación que eso conllevaba. Madrid era enorme, sus calles se contaban por miles, y además, las letras se hallaban desperdigadas sin orden ni concierto por el suelo. ¿Cómo reconocería las que le pertenecían? ¿Sería capaz de identificar el color que la iluminaba por dentro?
  Decidió empezar por los lugares que eran significativos para ella de algún modo. Dada su cercanía al centro, la joven decidió dirigirse a la calle Arenal, donde había recibido su último encargo. Si bien era verdad que lo que la editorial le había pedido no había hecho más que frustrarla, tenía que reconocer que había sido la primera vez que había cogido los pinceles en meses. Además, en la calle Arenal había conocido al hombre que le había puesto sobre la pista de lo que debía hacer, así que quizá allí tendría suerte.

  De algún modo, Amalia esperaba encontrar al mendigo vagando por la calle, pero según avanzaba entre tiendas sin título y farolas anaranjadas, la decepción se asentó sobre ella. Por cómo le había hablado, la joven sabía que el hombre no se atrevería a caminar entre callejuelas para encontrar las letras que había perdido, a pesar de saber que eso era lo que debía hacer. A pesar de no conocerlo y de la sensación de desespero que le había transmitido, la joven lo echó en falta. Hubiera sido bueno contar con un compañero de periplo.

domingo, 18 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (IV)

  Amalia llevaba ya una semana sin sentir la opresión de la persecución. A cambio, el delirio paranoide había sido sustituido por cierto sentimiento de fatalidad, el presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder. La joven se hubiera dado por contenta si aquel augurio se concretara en un despido laboral –por catastrófico que aquello pudiera ser para su supervivencia económica-, pero algo le decía que le esperaba un suceso más siniestro. Era probable, incluso, que las pesadillas que estaba teniendo le mostraran lo que estaba por venir.
  En sus sueños, las calles se sucedían mientras ella aceleraba su carrera, intentando alejarse de unos perseguidores nunca vistos. La luz anaranjada y sucia de las farolas hacía reconocible el Madrid nocturno, pero las letras de los carteles de las calles hacía horas que se habían caído, yaciendo esparcidas por el suelo. Un brillo desvaído las cubría, pero aún así sintió una desesperación asfixiante al verlas. No obstante, consiguió sacar fuerzas y continuar corriendo; la certeza de que había perdido algo fundamental para su espíritu la impulsaba hacia adelante.
  Estaba próxima a encontrarlo, lo presentía, pero el cerco de sus cazadores también se estaba cerrando sobre ella, por lo que pasaba por delante de las calles sin prestarles atención. Al doblar una calle lo atisbó por el rabillo del ojo, pero no pudo pararse a recogerlo; el aliento helado ya casi rozaba su nuca. Aún así, giró el cuello, intentando identificar lo que había perdido. Y en ese momento siempre despertaba.
  El último día, nada más despertar, Amalia se secó el sudor frío de la espalda y se dirigió a la pila del fregadero. Dio unos sorbos de agua, pero la ansiedad no le permitía tragar con normalidad.
  La joven se sentó en la cama, intentando tranquilizarse. Los últimos retazos del sueño se desvanecían, pero no así la sensación de estar siendo perseguida, lo cual la desconcertaba. ¿Qué le estaba ocurriendo?
  Un ruido leve la hizo saltar en el sitio, derramándose parte del agua sobre la camiseta del pijama. Casi habría preferido ver una forma tenebrosa aguardándola junto al armario, para que sus temores se vieran confirmados de una vez por todas y no tuviera que convivir con la incertidumbre, pero el sonido provenía de las cañerías. Intentó serenarse como mejor pudo y volvió a tumbarse sobre las mantas, incapaz de conciliar el sueño de nuevo. No sabía lo que le estaba pasando, y una parte de ella prefería no saberlo, pero era consciente de que debía enfrentarse al miedo irracional que sentía desde hacía unas semanas.
  Se levantó y comenzó a arreglarse para ir a la cafetería. Mientras estaba maquillándose, observó el semblante que el espejo reflejaba: asustadizo y hastiado, demasiado para la juventud que revelaban sus rasgos. Amalia continuó aplicándose los polvos y compuso un gesto de determinación. No sabía cómo, pero quería terminar con esa situación de desasosiego.

El turno en la cafetería fue agotador, por lo que cuando salió a la calle se dirigió a la boca de metro con paso lento e inseguro. Absorta en sus pensamientos, Amalia no percibió al hombre que se le acercaba por la acera hasta que lo tuvo de frente. Antes de llegar a chocarse, la joven se quedó mirándolo fijamente. Como por ensalmo, intuyó que tras la sonrisa vacua y cruel del tipo se ocultaba el vaticinio de fatalidad que había aparecido en su vida, pero fue incapaz de salir corriendo.
  -Ya eres nuestra –murmuró el hombre, aunque él mismo se dio cuenta de que no habló con la misma seguridad que en otras ocasiones.
  Algo en los ojos de la joven lo hacía dudar, pero el ansia de hacerse con su esencia era más fuerte. Además, ella no era capaz de reaccionar, al igual que los ilusos que habían sucumbido antes. Alargó el brazo y rozó la frente de la chica con dos dedos. El brillo que fluyó de la cabeza a su mano fue débil y titubeante, como si se negara a abandonar a su dueña, pero en unos segundos había terminado el trámite. El hombre apagó su sonrisa y se dio la vuelta, dejando a Amalia plantada en la calle.
  Cualquiera que viera la expresión de la joven notaría el cambio. Amalia sentía cómo la inquietud y el desánimo habían sido sustituidos por un agujero que había rellenado su pecho, impidiendo que nada más tuviera espacio dentro de ella. Retomó el camino sin saber a dónde iba, con la mente en blanco e incapaz de concretar un solo pensamiento.
  Llevaba un par de horas vagando por las calles cuando sintió frío y metió las manos en los bolsillos de la gabardina. En el derecho, sus dedos toparon con un objeto duro y cuadrado que sacó para observarlo. La joven se quedó mirando el tono turquesa de la acuarela con una expresión levemente sorprendida, como si no comprendiera que algo tan bonito pudiera contenerse en un recipiente tan pequeño.
  Con la sorpresa, una emoción comenzó a abrirse paso en su pecho, rasgando el vacío que aquel hombre había echado sobre ella. La rabia por la pérdida nacía de la desesperación que había sentido en los últimos meses, instándola a actuar contra un robo tan cruel. Su desmoralización por sus fracasos no era razón para que nadie se creyera por encima del bien y del mal, arrogándose el derecho de quitárselos. Sus ilusiones, rotas o no, eran suyas para hacer con ellas lo que quisiera, y aquel individuo siniestro y onírico no iba a salirse con la suya.

  Recordando un encuentro que había vivido hacía unas semanas, Amalia dirigió sus pasos a la boca de metro más cercana con una idea fija en mente.

lunes, 12 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (III)

  Cuando sonó el despertador a las siete y media de la mañana, Amalia presentaba un semblante pálido y ojeroso, y su ánimo se había deshinchado una vez más.
  El día habría transcurrido tranquilo y cotidiano si Amalia caminara despistada como era habitual en ella, pero el temor irracional se le había introducido hasta la médula y no le permitía avanzar sin mirar a un lado y a otro de la calle con preocupación. De camino a la tienda de ropa donde trabajaba algunas tardes notó una presencia invasiva y helada. Sin saber qué pensar, echó un vistazo por encima de su hombro y creyó vislumbrar al mismo tipo extraño y turbio con el que se había cruzado la tarde anterior.
  Sin poder remediarlo, y reprochándose su infantil reacción, la joven echó a correr hasta que alcanzó su destino. Y quizá aquello fuera lo más inteligente que podría haber hecho en aquella situación, pero ella no lo sabría hasta días más tarde. Lo importante era que no albergaba tanta mediocridad en ella como la gente solía pensar, y sería capaz de presentar batalla o huir cuando fuera necesario, como hizo aquella tarde.
  Las charlas con sus compañeras de la tienda acostumbraban a ser agradables e insulsas, pero las sorpresas suelen aparecer de la mano de las situaciones más corrientes. Por casualidad, una chica menuda e inquieta llamada Alba tenía un novio estudiante de Bellas Artes. El chico cumplía aquella semana veinte años, por lo que su simpática novia quería tener un detalle con él, y no le daba para más la originalidad que para comprarle algún material de pintura caro que sería bien apreciado. Ella estaba perdida en materia artística, así que recurrió a Amalia para pedir consejo.
  -¿Y tú sabrías dónde me saldría más barato?-quiso saber Alba.
  Amalia recordó.
  -Hay una tienda a la que solía ir cuando estaba en la facultad. El género que venden suele ser selecto y caro, pero allí lo he visto más barato que en otras tiendas más grandes. Podría ir por ti y mirar algo.
  -¿Lo harías? -Alba sonrió como una niña-. Es que estoy perdida en estos temas, y Mario es tan rarito a veces…
  La otra joven respondió con una sonrisa y prometió que se acercaría a la tienda la mañana siguiente, aprovechando que libraba en la cafetería.

  Dos horas y media más tarde Amalia salía a la lluvia vespertina de Madrid. Su paraguas era amplio y la cubría por completo, pero se sentía incómoda. No hacía frío, lo sabía, más bien estaba destemplada, y el agua que caía no ayudaba a que entrara en calor, a pesar de que su paso hacia la estación de metro era vivo. No se cruzó con nadie extraño, y eso debería haberla tranquilizado, pero Amalia se sentía tan al descubierto como en los dos días anteriores. En el tren la sensación no desapareció, y sólo ya en su casa se atrevió a respirar profundamente.
  Aquella noche se despertó varias veces, una de ellas en el límite del alba. Le hubiera gustado dormir más, pero había algo en ella que se rebelaba a cerrar los ojos y dejarse llevar, una punzada que la instaba a estar alerta. Amalia subió la persiana y abrió la ventana, asomándose por ella. Los edificios no dejaban ver la línea del horizonte, pero la claridad ya se prendía en las ramas de los árboles, que iban desnudándose día a día.
  Ella desayunó sin prisas y salió a la calle temprano, aprovechando que el sueño la hubiera abandonado. Volvería con tiempo para adelantar algunos bocetos del trabajo que le habían encargado en la editorial, así que decidió apresurarse en sus compras.
  El sol ya brillaba sobre las baldosas cuando la joven llegó al Paseo del Prado. Cruzó de acera antes de llegar a la plaza Cánovas. La estatua de Neptuno que presidía la rotonda le dio la bienvenida con un semblante hierático que parecía juzgarla. La chica le echó una última mirada desafiante antes de enfilar la calle que subía hacia el Palacio del Congreso y empezó a callejear.
  En cuestión de media hora había alcanzado su destino, aunque tenía que reconocer que había pasado un par de veces por delante de la tienda sin verla, razón por la cual había caminado desorientada por la plaza durante al menos cinco minutos. El cartel de “Hnos. Pinzón” estaba limpio y descolorido por el sol, y se veía acosado por los neones de los bares que lo rodeaban, agresivos a pesar de que no estaban iluminados.
  La joven entró en la tienda cita con cierto regusto agridulce en el fondo del paladar. No solo la afectaba el hecho de que ella había dejado de ir por allí cuando había guardado sus pinceles al fondo del armario; el comercio también parecía estar sufriendo los golpes de una crisis socioeconómica que parecía no tener final.
  Amalia exhaló un suspiro prolongado al tiempo que se acercaba a un expositor de acuarelas que había junto al mostrador. Nada más traspasar el umbral, un fogonazo de luz azulada había atrapado su atención. No había salido ningún dependiente de la trastienda, así que se atrevió a tocar una pastilla de acuarela de un brillante turquesa, vivo y verdoso. No sabía por qué, pero la tonalidad la cautivó, trasladando su mente a un río que había visitado en su niñez. Unos pasos suaves la sacaron de su abstracción.
  -Buenos días, ¿desea algo? -la dueña, una mujer de mediana edad, cambió su voz con facilidad a un tono familiar al reconocer la cara de Amalia-. Hacía mucho tiempo que no te veía por aquí.
  Sin saber por qué, la chica sintió la necesidad de disculparse.
  -Es que últimamente no he necesitado material… pero tenía pensado pasarme un día de estos.
  La mujer se quedó mirándola, entre inquisitiva y divertida.
  -Y ahora sí lo necesitas, ¿verdad?
  -Bueno… en realidad no es para mí. Le estoy haciendo un favor a una amiga –reconoció Amalia, no sin cierta reticencia-. Me gustaría ver lo que tienes de pinturas pastel.
  La señora no se movió del sitio, manteniendo el contacto visual con la joven.
  -¿Y por qué últimamente no has necesitado material?
  La pregunta, sin ser agresiva, cayó a plomo sobre Amalia.
  -Hace un año que no pinto –confesó en voz baja-. No encuentro motivos para hacerlo.
  Meneando la cabeza,  la dueña se dirigió a la trastienda para sacar los expositores de pintura pastel que la joven quería ver. Amalia aprovechó la tregua para tomar aire y serenarse; no se sentía cómoda hablando sobre el desánimo que sentía desde hacía meses. Para no pensar más en ello, volvió a examinar el estante de acuarelas.
  Sin poderlo remediar, alargó la mano y cogió la que había llamado su atención nada más entrar a la tienda. Le dio la vuelta a la caja para ver el número del color y el precio.
  “Turquesa de cobalto”, de Winsor&Newton… muy por encima de sus posibilidades económicas.
  -¿Te gusta? –la dueña había regresado sin que la joven se hubiera dado cuenta-. Éstas las vendemos poco, pero tienen unos tonos muy puros.
  Amalia dejó la caja con una sonrisa cortés. No le parecía correcto gastarse seis euros en una acuarela teniendo dificultades para llegar a fin de mes.
  La señora y ella estuvieron una hora larga examinando las pinturas, decidiendo cuáles podían interesar al destinatario del regalo y cuáles estaban dentro del presupuesto. Al final, Amalia apuntó las referencias y los precios en un post-it que pegó en el monedero.
  -Mañana o pasado se pasará mi amiga –informó-. Echadle una mano, porque estará un poco perdida.
  La mujer le dedicó una mirada afable.
  -Me da la impresión de que tú también andas un poco perdida.
  La joven no respondió, lo que corroboró las sospechas de la dueña. Ésta señaló la acuarela que la chica tenía en las manos cuando había salido de la trastienda.
  -Mira, vamos a hacer una cosa –le propuso con tono persuasivo-. Me da la impresión de que necesitas un incentivo, así que llévatela –cortó la protesta de Amalia antes de que ésta naciera-. Tranquila, que la pagarás; sólo es un préstamo. La próxima vez que vuelvas por aquí a comprar material te la cobro. ¿Te parece bien?
  -No sé… es demasiado… ¿Cómo me la voy a llevar sin pagar? –sus excusas no sonaron especialmente convincentes teniendo en cuenta que ya había vuelto a coger la pintura.
  -Te repito: te la presto. Así me aseguro que vuelvas por aquí y me cuentes qué tal te va –la mujer la miró con una mezcla de preocupación y simpatía-. Una pasión como la que tú tenías no puede desvanecerse en la nada.

  Amalia sonrió azorada y agradecida. Se guardó la pintura en el bolsillo del abrigo y despidió a la dueña con la mano. Mientras salía de la tienda un soplo cálido recorrió su pecho; con los tiempos que corrían, era agradable encontrar a gente que se preocupaba por otros, aunque fuera de forma superficial.
  La tarde transcurrió sin incidentes. El entusiasmo de su compañera se evaporó en cuanto vio los precios que había apuntado para ella, pero al menos no había echado el viaje en balde. Cuando terminó su turno anduvo de camino al metro con la pintura en la mano, como si fuera un talismán. De hecho, en el momento en el que volvió a sentirse observada por una presencia inquietante, el mero contacto con la caja le hizo sentirse más segura. Y aunque no consiguió que la sensación desapareciera, le ayudó a sobrellevarla, marcando un punto de inflexión respecto a los días anteriores.


domingo, 4 de febrero de 2018

La calles sin nombre (II)

El café que se servía allí era tan malo como el ambiente denso en el que nadaban clientes y camareros. La cafetería de un barrio industrial no era el mejor lugar para trabajar, o al menos así pensaba Amalia en aquella época. Por supuesto que había trabajos peores, pero aquel ya era suficiente para ella. Amalia era una muchacha de cabello castaño claro y ojos ilusos y soñadores.
  Saliendo de sus pensamientos, la joven recogió los restos de un desayuno frío y grasiento y comprobó la propina: nada, rien, nothing. Suspiró de cansancio y fastidio. Aparte quedaba lo cansado del trabajo; lo peor era la sordidez de aquellas cuatro paredes amarillentas por el humo de la cocina.
  No, haciendo honor a la verdad, lo peor era que no le llegaba el sueldo para vivir y, exceptuando su otro trabajo de dependiente por las tardes, no había encontrado nada mejor. Aquello, sobre todo, minaba su seguridad y sus fuerzas. Amalia era de esas personas que se rinde pronto a la evidencia, desfalleciendo cuando apenas ha comenzado a intentarlo.
  En concreto, aquella joven de veinticuatro años había pretendido ser pintora. Se sabía con talento, al menos en sus años de facultad, pero con el término de la carrera de Bellas Artes se había visto navegando, pececillo incauto, en un mundo de competidores, mentirosos y precariedad. Las recriminaciones paternas tampoco hacían bien, pues si bien ella ya sabía que necesitaba ser más decidida y tenaz, tampoco hacía falta repetirlo continuamente. Se había marchado de casa huyendo de los reproches; y aún tenía que agradecer que le habían ayudado a hacerlo.
  Aquel día, jueves, esperaba una cita importante y esperanzadora en cierta medida. Miró por el ventanal, que le mostraba una luz amarilla y apagada. Ella habría pintado el cielo y las nubes de verde y plata brillante, y los edificios anaranjados y sucios de Madrid de rojo, azul y violeta. Amalia recordó con amargura que siempre habían rechazado sus cuadros por su acusado aire naïve.
  Por suerte, esa cualidad era apreciada en las ilustraciones de cuentos infantiles. En un tiempo en el que las artes gráficas y lo digital dominaban, un conocido suyo que trabajaba en una editorial pequeña aún confiaba en los dibujos a mano. No era demasiado dinero, pero sería un pequeño aporte a su economía precaria y un soplo de aire fresco en la rutina diaria. Se reconciliaría, además, con sus manos y su vocación; llevaba seis meses sin tocar un pincel o un lienzo, y no sólo de pan vive el hombre.
  Llegó el término de su jornada, se cambió en un pequeño cuarto de baño y salió al fresco de la calle sin mirar atrás. El viento corría suave y penetrante, y Amalia se arrebujó en su gabardina parda. Dio un paso al frente, iniciando su camino, pero el segundo avance se quedó paralizado un momento. La joven miró a un hombre que la observaba con curiosidad desde la esquina. Comenzó a andar en su dirección intentando ignorarlo, pasó por su lado, sintió un escalofrío y no quiso volver la cabeza atrás.
  El trayecto que le esperaba en metro sería desagradable y aglomerado, pero se llegaba en media hora a la estación de Sol. La plaza madrileña recibía a la gente con su algarabía, las prisas y el humo. Amalia se abrochó el abrigo con cuidado y comenzó a sortear a los transeúntes de camino a la calle Arenal. Con un papel arrugado en la mano, la joven sólo prestaba atención a los números y a su cartera.
  Al fin llegó a un portal escondido y subió dos pisos hasta una pequeña oficina.
  Saludo. Espera. Presentación. Charla sobre su experiencia. Encargo decepcionante. Y buenas tardes. La joven bajó los escalones con menos prisa que con la que los había subido. El aire que la esperaba en la calle era frío, con una humedad agobiante que aún no se podía calificar como lluvia.
  La mano que agarró su tobillo le hizo recordar al inusual vagabundo despatarrado en la entrada. Quince minutos antes había mirado al treintañero con compasión y extrañeza, pues había visto a pocos vagabundos vestidos con un traje de buen corte, aún cuando éste acumulara las inmundicias de tres años de estar tirado por los suelos. Además, la barba desgreñada cubría rasgos juveniles y atractivos a pesar de la desnutrición. Ahora lo miró con miedo, casi con pánico. Y sacudió la pierna para que la soltara. Él habló.
  -No pises las calles sin nombre.
  -¿Perdona?-preguntó Amalia sorprendida, aunque continuando el forcejeo.
  -Dejan los sueños de los ilusos desperdigados por la ciudad nocturna, regodeándose en su inutilidad cada vez que ven uno tirado en cualquier rincón. Sus sombras son largas y las calles no tienen nombre, pues el vacío no lo necesita. No camines por las calles sin nombre.
  La última presión de su mano remarcó la advertencia y soltó la pierna de la chica. Amalia se alejó de allí aprisa y contenta de estar libre, aunque con la conciencia agitada.

  No contribuyó a tranquilizarla el sentimiento de que la estaban siguiendo, si bien esa posibilidad se le antojaba estúpida e improbable. Los hombres caminaban con tranquilidad, o con prisas, delante, detrás y a sus lados, y nadie encontraría sentido en perseguir a una joven desastrada y de expresión abstraída. Sin embargo, la sensación de estar siendo observada no desaparecía, y Amalia iba poniéndose cada vez más y más nerviosa. La bajada de los escalones de la estación fue rápida y atropellada, y aún sabiéndose a salvo del frío y la llovizna, la joven seguía sintiendo el ambiente pegajoso en torno a ella.
  Al salir a la calle después del trayecto en metro percibió que se había hecho de noche. Tras mirar a un lado y a otro de la calle y comprobar que las aceras estaban poco concurridas, inició el camino a su piso con el corazón más ligero.
  La cena que hizo fue temprana y frugal. El tiempo se escurría rápidamente hacia el aburrimiento y la laxitud, por lo que Amalia decidió aprovechar un par de horas para estructurar el trabajo que le habían encargado. Dejando aparte lo poco que le pagarían, le habían pedido dibujos simplistas y corrientes, con unas pautas muy marcadas que poco dejaban a la imaginación. Después de esbozar un par de ilustraciones se dio por vencida y se acostó.
  Antes de dormir siempre le había gustado elucubrar en la oscuridad y dejar que los pensamientos vagaran en la semiinconsciencia. Algunas veces alguna idea se concentraba y sorprendía por su lucidez; a Amalia le gustaba esa sensación. Sin embargo, aquella vez los hilos de pensamiento la llevaron a recordar al joven vagabundo y el estremecimiento que le había provocado. ¿Cómo llegaba una persona a aquella situación? En la mente de Amalia, formada en la comodidad de la clase media, no cabían las situaciones marginales.
  También la perturbaba la advertencia que él le había hecho. Iba dirigida directamente a ella, y era tan extraña… Pudiera ser que aquel hombre estuviera loco, pero cuando le había hablado sus ojos no transmitían demencia, sino abatimiento, apatía y cierta conmiseración.
  Entre divagación y divagación, la chica fue cayendo en un sueño ligero e intranquilo lleno de asfalto húmedo y carteles en blanco.