Aún recuerdo el día que comenzaste a
sufrir migrañas. La luz de tus ojos se fue empañando por el cansancio, y la
energía que derrochabas en mil proyectos iniciados y siempre aplazados
desaparecía por días, incluso por semanas. Al principio, ni tú le diste
importancia ni yo empecé a preocuparme por esos dolores de cabeza que de vez en
cuando me describías como si alguien te tirara de una telaraña en los ojos.
Pero
poco a poco, lo que eran dolores que mermaban tu alegría espontánea se fueron
convirtiendo en tardes con la luz apagada y una gasa sobre la frente. Al mismo
tiempo, tus respuestas a mi inquietud fueron variando. Poco a poco, fueron
pasando del: “Estoy bien, cariño. Voy a dormir treinta minutos y a ver si se me
pasa”, al habitual: “Apaga la televisión, amor. Cada vez que veo esa luz es
como si me tiraran de una telaraña en los ojos”.
Ni
siquiera el yoga que tanto te releja conseguía aliviarte en las crisis más
fuertes. En realidad, el día que Omaira tuvo que llamarme para que acudiera al
centro a recogerte fue el momento en que comencé a asustarme. Mientras recogías
tus cosas en el vestuario, la profesora se dirigió a mí, preocupada por tu
salud. Me explicó que te habías detenido en medio de una asana muy sencilla y
te habías llevado la mano a las sienes y la frente, manifestando con tono
quejumbroso que no podías seguir, que te sentías como si te tiraran de una
telaraña en los ojos.
Desde
aquella tarde han pasado dos años que se han hecho fugaces e interminables como
cualquier día en la Tierra. Los períodos buenos, sin estrés, sin malestares ni
telarañas, iluminados por el ímpetu y la vitalidad de los que me enamoré hace
años. Llenos de risas, de enfados, de tareas domésticas, y de planes que al
final retrasábamos ante la aparición de una de aquellas visitas no deseadas,
que no avisaban su llegada ni anunciaban su partida. Si el espacio y el tiempo
son relativos, para mí la eternidad habita en la apatía de tus respuestas, en
tus ojos achicados por el dolor y las larguísimas siestas que necesitas cada
vez que te atacan las migrañas.
De
todo esto, lo único que te reprocho es
haber retrasado tanto la consulta al neurólogo. Después de un año de aguantar
que te tiraran de las dichosas telarañas en los ojos, cada vez con mayor frecuencia,
no dejé de insistirte para que acudieras al médico. Pero tu miedo encubierto a
que fuera algo grave, y tus dichosas escusas fueron aplazando un plan que ha
acabado siendo ineludible. Entonces debí decirte lo poco que me importaban los
dolores de cabeza de tus compañeras de trabajo, lo insustancial que me
resultaban las migrañas de juventud de tu madre y lo mucho que me preocupaban
las telarañas que tiraban de tus ojos.
Y ahora aquí estamos, tú
en medio de una resonancia magnética y yo esperando en la sala de un hospital.
Consulto el reloj, y compruebo que no debe quedar mucho. En el tiempo que has
estado dentro, he ido trazando nuestra visita a la Palma dentro de tres meses.
Quizá esté siendo muy optimista, y soñar que vas a estar totalmente repuesta para
nuestras vacaciones pone en evidencia una ingenuidad que debí haber perdido.
Aún así, sé que estas vacaciones vamos a disfrutarlas, con telarañas o sin
ellas.
Estoy comparando precios
y calidades de hoteles en el móvil cuando sales de la consulta con el rostro
risueño y sin sombra de dolencias. Probablemente sea una suerte que te hayan
hecho la prueba en una etapa buena, porque tras besarme me dices que el médico
quiere hablar con nosotros en su consulta. Tu gesto es relajado, pero la
tensión que noto en tu brazo delata que el miedo que tenías amenaza con
convertirse en certeza. El doctor confirma esta sospecha en cuanto te llama con
gesto profesional y serio, y nos invita a pasar a la habitación donde trata con
sus pacientes.
Comienza a describir las múltiples causas de las
migrañas y las pruebas que los neurólogos realizan para detectarlas. A ti ya te
han hecho varias de las que han mencionado, sin resultados, pero en la
resonancia de hoy sí han detectado el origen de tus tormentos. El neurólogo, en
mitad de su carrera profesional y protegido por esa pátina de distanciamiento
que les otorgan los años de mirar enfermedades y muertes de cara, comienza a
explicarnos lo que te ocurre, los posibles tratamientos y las posibilidades de
éxito que juegan más en nuestra contra que a nuestro favor. Tú mano aprieta la
mía, y creo no escuchar, pero el diagnóstico suena claro en cuanto lo expone.
Sin embargo, no noto mis tímpanos vibrar, ni mi cerebro recibir la información
sonora. Sólo siento como si me tiraran de una telaraña en el pecho.