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viernes, 2 de junio de 2017

La vida en el horizonte (IV)

De esta forma, la viajera se animó a confesar sus sentimientos una noche en la que el ermitaño había estado vagando con ella por los alrededores de la cueva. El hombre aceptó la revelación con fingida sorpresa, cierta arrogancia y una pizca de cariño. No obstante, replicó con la brutal sinceridad que a veces lo caracterizaba.
>>Sabes que en esta cueva siempre serás bien recibida, pero no esperes que yo me preocupe por tus circunstancias, ni que cambie mis costumbres.
>>He empleado mucho tiempo y esfuerzos en construir mis murallas y nunca he sentido la necesidad de derribarlas por ti. Además, aunque me lo hubiera planteado, no quiero hacerlo por una persona que puede marcharse en cualquier momento.
La secreta viajera encajó aquellas palabras con todo el aplomo que pudo. Si bien era cierto que sentía que él había estado jugando con sus emociones, pues las actitudes del ermitaño hacia ella habían sido ambiguas en más de una ocasión, también era consciente de que no podía pedir al hombre que estuviera a la expectativa de sus idas y venidas por el mundo. Porque había quedado claro que había llegado el momento de dejar el vagabundeo y comenzar el viaje.
Por extraño que pueda parecer, la rutina de visitas a la cueva no se interrumpió después de aquella conversación; de hecho, los encuentros aumentaron en frecuencia, aunque disminuyeron en intensidad. El corazón de la joven seguía latiendo a mayor velocidad cuando lo veía, pero el nerviosismo se fue desvaneciendo día tras día al saber que sus suposiciones nunca habían sido acertadas. Y así se estableció un statu quo hasta el día anterior a la partida.
La despedida entre los dos no fue fría, ni sentida, ni hubo lágrimas o muestras de cariño. La viajera acabó por dar la espalda a la cueva y no volvió la vista atrás.
La pesadumbre le oprimía el pecho, pero a cada paso que daba al frente sentía como si fuera soltando lastre, de modo que su caminar fue aligerándose hasta que llegó al puerto casi a la carrera, a pesar del macuto que cargaba a la espalda.
La viajera observó el ferry que debía transportarla. Su aspecto era mediocre pero sólido, el tipo de barco feo capaz de aguantar las tempestades en alta mar. Y supo que aquella característica sería muy útil en el viaje, pues cuando volvió a dirigir su vista hacia la línea que separa el mar del cielo vio que ésta se hallaba cubierta por una gama de grises nada halagüeña.
Subió al ferry sin perder de vista la dirección que éste iba a tomar. Las nubes que pendían sobre el horizonte anunciaban lluvia y complicaciones, pero confiaba en que, entre tantos nimbos grises, ella sabría encontrar rayos de sol.

                                                                             FIN

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