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domingo, 28 de mayo de 2017

La vida en el horizonte (III)

Paulatinamente, el ermitaño y sus excepcionales circunstancias fueron invadiendo su mente, dejando poco espacio para las cuestiones que a ella siempre le habían parecido de cierta relevancia. A pesar de ser consciente del riesgo de perderse a sí misma en divagaciones estériles y actos inútiles, nunca había desarrollado semejante interés por otro ser humano, y por eso se negaba a alejarse definitivamente de él.
La cueva, por otro lado, era ciertamente más confortable de lo que uno podría esperar en una caverna, lo cual mostraba la habilidad del ermitaño para manejarse en los asuntos más mundanos de la vida. Por esta razón, además de la singular atracción que sentía por el propietario, la viajera comenzó a aceptar cobijo allí durante algunas noches. Las horas que pasaba bajo ese techo transcurrían en vela, y encontraba poco descanso en compañía del hombre, pero era agradable la sensación de pertenencia que experimentaba a su lado. Sin embargo, cada día que retomaba su vagar al rallar el alba, lo hacía con una congoja y un desconcierto que empezaban a dejar poso en su ánimo.
Y tampoco ayudaba a que su humor se restableciera el hecho de que el ermitaño a veces mostrar más interés por otras visitas femeninas que por ella. Cada vez que aquello ocurría, un hormigueo punzante se asentaba en la boca de su estómago y le impedía respirar con regularidad. Y lo único que se le ocurría hacer en esas ocasiones era echar a correr hasta que el ejercicio la obligaba a tomar bocanadas de aire que se ahogaban entre sollozos sin sentido.
Con esta rutina fueron pasando los meses, hasta que una novedad se introdujo en la vida de la viajera. Llegó hasta sus oídos que un ferry atracaba periódicamente en un puerto cercano y luego partía hacia un destino desconocido más allá del mar que tantas veces había observado.
Tan pronto como pudo, la joven compartió la noticia con su peculiar compinche con la mezcla de excitación y temor correspondiente a un hallazgo semejante. Esperaba la reacción desapasionada y apática de él, pero no por ello dejó de acusar el golpe de su frialdad. La posibilidad de realizar su anhelo era importante para ella, y no podía comprender que el ermitaño no sintiera ni una pizca de alegría por el hecho.
Aquella actitud influyó en que los pasos de la viajera fueran aún más erráticos durante una temporada, sufriendo varias caídas con las piedras imaginarias del camino. No obstante, la joven intentaba afrontar la turbación con una dosis de racionalidad y valentía que acababa transformándose en una ración considerable de imprudencia y esperanza asesina. Las ilusiones que nacían un día morían al siguiente con la misma celeridad, y la obsesión que iba ganándole terreno a la cordura apartaba su atención del viaje que podía realizar. La cueva ocupaba el centro de sus pensamientos, y comenzó a volver la vista atrás, dejando de observar el horizonte.
Consciente de que el acumulo de errores y equivocaciones amenazaba con frustrar sus planes de futuro, la joven tomó la determinación de llevar su apasionamiento repentino hasta las últimas consecuencias; triunfaría o se inmolaría en el intento.

domingo, 21 de mayo de 2017

La vida en el horizonte (II)

Las reuniones con la secreta trabajadora eran un asunto serio. No se daban con la frecuencia que deseaba, pero acudía a ellas siempre con alegría e interés, pensando en aportar todos los datos curiosos que había aprendido entre reunión y reunión. No obstante, su compañera ya había encontrado su trabajo secreto, y cada vez era más consciente de que a ella el espacio periférico de su origen la cercaba en exceso. El miedo al fracaso no sería una eterna excusa para no asomarse al más allá de las posibilidades.
Como único libro, en el macuto llevaba un ajado ejemplar del “Ulises” de Joyce. No había sido capaz de leerlo, pero le hacía pensar en el héroe homérico cada vez que lo veía, y por eso lo conservaba. Sólo esperaba que ella no tuviera que vagar diez años para encontrar el hogar.
En uno de sus recorridos por la periferia de sus orígenes descubrió una cueva habitada por un ermitaño. En verdad era un ermitaño extraño extraño extraño, que adolecía de una rara clase de misantropía que le llevaba a buscar visitas sin abrirse por completo a ninguna, por agradable que ésta fuera.
En los primeros meses de descubrimiento, la viajera observó la cueva y a su habitante desde lejos, saludándolo a cierta distancia pero sin atreverse a acercarse. El temor y la curiosidad más morbosa la embargaban a partes iguales, y como nunca se había llevado bien con los sentimientos encontrados, decidió que el tiempo y la distancia hicieran su trabajo para olvidar la cueva y su peculiar morador.
Pero desgranaba un día tras otro de periplo sin que otra cosa pudiera entrar en su mente, así que decidió poner en riesgo su cordura y averiguar qué podía ofrecerle aquel hombre.
Al principio, las conversaciones que mantenían tenían un tinte insustancial que no se atrevía a ir más allá por temor a las consecuencias, pero poco a poco el significado de lo que uno y otro decía iba encriptándose, dando a entender que había algo más relevante detrás de las palabras que se pronunciaban. Los giros y requiebros del discurso fueron adquiriendo un cariz retorcido y malsano recubierto de una ternura no exenta de cierta crueldad.
La viajera esperaba cada reunión con una mezcla de miedo y esperanza difícil de comprender, pues cada día el ermitaño respondía de una manera a los estímulos que ella aportaba. Además, a veces le gustaba retrasar las reuniones sólo por el placer de negarse a sí misma que estaba desarrollando una adicción.

martes, 16 de mayo de 2017

La vida en el horizonte (I)

Vagar es más complicado de lo que la gente cree. Dejando de lado los asuntos logísticos –importantes, sobre todo si uno se ha acostumbrado a llevar una vida cómoda-, está el desconcierto de no saber a dónde llevarán los pasos que se dan. Todas estas cuestiones se le habían escapado a la secreta viajera en el momento de tomar la decisión de desentenderse de su vida anterior.
Al principio no había llevado bien eso de no comer caliente –o no comer en absoluto-, pero con los meses había aprendido a disfrutar de la sencillez y la frugalidad. Peor había sido el hecho de no poder disfrutar de duchas y baños con asiduidad, y descubrir que a veces olía peor de lo que los estándares sociales marcaban. Pero en realidad, aquellas incomodidades no eran tan terribles.
Terribles habían sido los hallazgos que había hecho en unos pocos meses de vagabundeo. Había descubierto que existían depredadores de hombres disfrazados de personas, y que desenmascararlos era complicado y peligroso, por lo que solía mantener las distancias con el resto de la gente. Además, se había visto obligada a enfrentarse a la realidad de que, por mucho que anduviera, no tenía un destino al que dirigirse. Y le faltaba valor para atravesar el mar en dirección al horizonte.
Pocas personas sabían que durante muchos años había tenido un ancla. Ésta le había aportado estabilidad y seguridad, pero también le había impedido moverse, lastrando su avance hacia la madurez. Durante los últimos años de su primera juventud se había aferrado a ella por miedo a lo que había más allá de aquel mundo reducido en el que se había resguardado. Pero al final, la llamada del horizonte había sido más fuerte y había decidido salir a probar fortuna.
La idea de aquel mundo tan pequeño, tan cerrado, tan pautado y privado de espacio para sí misma había terminado por llenarla de angustia. La falta de oxígeno le había afectado al cerebro durante años, y había tardado en reaccionar, no sin sentirse culpable por dar un golpetazo encima de la mesa y claudicar.
Ya había habido un primer conato de soltar amarras, pero fracasó antes de empezar siquiera. Por entonces era consciente de que todo en la vida tiene su peaje, y en aquel tiempo todavía no estaba preparada para pagarlo.
Cuando llegó el momento, se tragó las consecuencias con sonrisas que impostaba para no desentonar, e intentó volver a aferrarse al ancla, con la ilusión de que aquella última vez no se ahogaría.
Sin embargo, hay ciertos actos que no se pueden ni con la mejor intención, y una vez vislumbrado el horizonte permanecer aferrada al ancla se le antojó una cobardía. Decidió que la soledad autoimpuesta era más llevadera que la culpabilidad y los reproches y comenzó a vagar. Sabía que siempre encontraría compañeros en el camino. Y si no, tampoco le importaba caminar sola, al menos por un tiempo.