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domingo, 21 de mayo de 2017

La vida en el horizonte (II)

Las reuniones con la secreta trabajadora eran un asunto serio. No se daban con la frecuencia que deseaba, pero acudía a ellas siempre con alegría e interés, pensando en aportar todos los datos curiosos que había aprendido entre reunión y reunión. No obstante, su compañera ya había encontrado su trabajo secreto, y cada vez era más consciente de que a ella el espacio periférico de su origen la cercaba en exceso. El miedo al fracaso no sería una eterna excusa para no asomarse al más allá de las posibilidades.
Como único libro, en el macuto llevaba un ajado ejemplar del “Ulises” de Joyce. No había sido capaz de leerlo, pero le hacía pensar en el héroe homérico cada vez que lo veía, y por eso lo conservaba. Sólo esperaba que ella no tuviera que vagar diez años para encontrar el hogar.
En uno de sus recorridos por la periferia de sus orígenes descubrió una cueva habitada por un ermitaño. En verdad era un ermitaño extraño extraño extraño, que adolecía de una rara clase de misantropía que le llevaba a buscar visitas sin abrirse por completo a ninguna, por agradable que ésta fuera.
En los primeros meses de descubrimiento, la viajera observó la cueva y a su habitante desde lejos, saludándolo a cierta distancia pero sin atreverse a acercarse. El temor y la curiosidad más morbosa la embargaban a partes iguales, y como nunca se había llevado bien con los sentimientos encontrados, decidió que el tiempo y la distancia hicieran su trabajo para olvidar la cueva y su peculiar morador.
Pero desgranaba un día tras otro de periplo sin que otra cosa pudiera entrar en su mente, así que decidió poner en riesgo su cordura y averiguar qué podía ofrecerle aquel hombre.
Al principio, las conversaciones que mantenían tenían un tinte insustancial que no se atrevía a ir más allá por temor a las consecuencias, pero poco a poco el significado de lo que uno y otro decía iba encriptándose, dando a entender que había algo más relevante detrás de las palabras que se pronunciaban. Los giros y requiebros del discurso fueron adquiriendo un cariz retorcido y malsano recubierto de una ternura no exenta de cierta crueldad.
La viajera esperaba cada reunión con una mezcla de miedo y esperanza difícil de comprender, pues cada día el ermitaño respondía de una manera a los estímulos que ella aportaba. Además, a veces le gustaba retrasar las reuniones sólo por el placer de negarse a sí misma que estaba desarrollando una adicción.

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