Después del encuentro con el depredador los pasos de Amalia eran
más vacilantes que antes, por lo que avanzaba con mayor lentitud de la que era
conveniente. La joven no tuvo que mirar el reloj para constatar que la mañana
comenzaba a echarse encima, pero se sentía incapaz de pisar el pavimento sin
temor. Los ojos del ser que la había perseguido le habían mandado un mensaje
claro: le aguardaba la destrucción más absoluta por haberse atrevido a desafiar
las crueles leyes del descorazonamiento y el desespero.
La joven acababa de cruzar la Plaza de Santa Ana
cuando empezó a percibir la claridad grisácea del cielo. Tuvo que ahogar un
gemido que surgía de lo más profundo de su pecho. La perdición estaba a sólo
unos minutos de distancia, y ella todavía no sabía qué letras se le habían
perdido.
Al comenzar a bajar por la calle comprobó que sus
suposiciones habían sido correctas. En aquel lugar, las letras se amontonaban
de cualquier manera en los rincones, enmarañadas y a punto de desvanecerse. Lo
cual sólo podía significar una cosa: aquella era la guarida de los depredadores, su
emplazamiento predilecto para devorar los motivos vitales de los ilusos a los
que robaban, de ahí que hubiera tantas letras despanzurradas.
Amalia sintió cómo sus piernas se paralizaban, su
corazón suspendía sus pálpitos durante un lapso minúsculo de tiempo y sus
mandíbulas se tensaban. Se había metido en la boca del lobo sin saberlo, pero
ya era tarde para volver atrás. Si sucumbía, al menos afrontaría la derrota con
la valentía de la que había carecido en años anteriores.
En el momento en que la decisión estuvo tomada, sintió una presencia conocida a su espalda. Se giró con brusquedad,
hostil y casi agresivamente. Habría huido de nuevo si el cielo cada vez más
claro no le recordara que se quedaba sin tiempo para volver a retomar la
búsqueda. Miró al depredador de frente y se metió la mano en el bolsillo.
La acuarela le había dado fuerzas desde que la había
visto por primera vez, por lo que no era aventurado pensar que había actuado
como escudo contra la desesperanza que los depredadores echaban sobre sus
víctimas. Si la utilizaba como arma, se quedaba sin talismán; pero si no
actuaba, el depredador la abatiría como la carcasa de carne y hueso que estaba
a punto de ser. Era una apuesta suicida, aunque por otro lado ya no tenía nada
que perder.
Aprovechando la lentitud de movimientos de su
oponente, Amalia apuntaló firmemente los pies en el suelo y sacó la pequeña
cajita. Le echó un último vistazo antes de prepararse para lanzarla.
La joven arrojó el objeto como el que tira una piedra
contra un enemigo imbatible y terrible, con toda la rabia y la frustración que
había acumulado durante años porque el mundo no era como ella quería que fuera.
Su brazo dio un tirón doloroso al descargar toda la fuerza que le había
proyectado al lanzamiento, pero pudo comprobar con satisfacción que la acuarela
impactaba en medio de la frente del depredador, despidiendo una nube de polvo
aquaverdoso que envolvió al ser con rapidez.
Cuando el velo se disolvió, la calle estaba vacía, y
ella se sintió triunfante, aunque la posibilidad del fracaso aún pendía sobre
su cabeza. El matiz gris que comenzaba a aparecer en la calle por debajo del
fulgor anaranjado de las farolas le indicaba que la hora límite estaba muy
cercana. Sin embargo, no siguió corriendo, porque apresurarse a esas alturas ya
no le serviría de nada. Lo que necesitaba era concentrarse y encontrar las
ilusiones que la habían definido hasta hacía poco.
Comenzó a seguir con la vista las líneas de las
baldosas, como si marcaran el mapa hacia sí misma. Caminó con la mirada en el
suelo hasta toparse con una “S” de bronce que destacaba por su brillo apagado y
tenaz.
Sorprendida por aquella diferencia con respecto a las
otras letras que construían una frase ilustre, Amalia se agachó para comprobar
si aquel símbolo no brillaba por el rocío que empezaba a posarse sobre la
ciudad. Al contacto con el metal, una fina película se adhirió a sus dedos
helados. El material cobró consistencia a medida que la joven lo separó del
suelo, pero se desvaneció cuando posó la membrana en su pecho. La letra se
fundió, impregnado sus ropas hasta llegar a la piel.
La calidez que Amalia sintió en ese momento sólo se
puede comparar con el nerviosismo y la emoción que la habían embargado la
primera vez que cogió un pincel en sus manitas infantiles. Con ese recuerdo
recuperado, la joven siguió la búsqueda.
Dejó que sus ojos deambularan por las fachadas de los
edificios, pues comenzó a ser consciente de que no podía andar por la vida con
la vista a ras del suelo. De esta manera pudo descubrir una pálida “O” que se
había desprendido hacía poco de una cartela. El signo se deslizaba con lentitud
hacia el suelo, quedando todavía fuera de su alcance. Y como sabía que el
tiempo se le agotaba, Amalia estiró sus brazos y piernas más allá del dolor
para poder apenas rozarla.
Por suerte, nada más entrar en contacto con su piel,
la letra continuó su deslizamiento a lo largo de su brazo izquierdo hasta
llegar al pecho, lugar en el que brilló y la inundó con el recuerdo del primer
concurso de pintura que había ganado a los catorce años.
Después de aquel logro se había sentido ligera y
poderosa, conocedora de un talento que podía ser apreciado por sus congéneres
pero que había que pulir. Recuperar aquella certeza le ayudó a ignorar el dolor
que sentía en las piernas y a retomar la búsqueda que le había llevado toda una
noche.
El alba se anunciaba en los sonidos de la ciudad que
comenzaba a despertarse, y cada vez que escuchaba un nuevo murmullo Amalia
sentía la tensión crecer en sus articulaciones. Intuía que si las calles sin
nombre por las que vagaba se fundían con la ciudad de las personas antes de que
ella recuperara el sueño que le faltaba, éste sería festín de los depredadores
y ella se quedaría incompleta.
Encontró el último signo que le pertenecía colgando de
una farola. La “L” vaporosa se balanceaba en la bombilla en precario
equilibrio, y la joven casi se sintió desfallecer al ver la altura a la que se
encontraba su último reto.
En teoría, sólo tenía que trepar hasta la cúspide de
aquella lámpara y estirarse para alcanzar la última letra. Dos problemas:
primero, si se caía, el destrozo físico era incuestionable; segundo, no sabía
trepar.
Las consecuencias de una posible caída la aterraban,
pero el vacío que seguía sintiendo en el pecho le causaba un dolor constante y
latente, así que reevaluó los riesgos. Si lo intentaba y fracasaba, quizá
muriera en el intento y al menos el sufrimiento que ella misma se había
provocado terminaría. Si no lo intentaba, de igual modo acabaría como un
despojo nocturno en la ciudad.
Con dificultad y miembros temblorosos, Amalia comenzó
a trepar.
Sólo se dio cuenta de la altura que había alcanzado
cuando pudo contemplar el cielo con mayor facilidad. El gris comenzaba a
teñirse de rosa, lo cual envió una punzada de angustia a sus nervios. Contaba
con unos pocos minutos para recuperar su símbolo e integrarlo en su esencia.
Observó la L, balanceándose burlona a un metro y medio
de distancia de donde se había parado. Alargó el brazo para constatar que el
signo aún se encontraba fuera de su alcance, lo cual la obligaba a reptar en su
dirección. Ignoró los metros que la separaban del suelo y comenzó a avanzar
propulsándose con los brazos.
De nuevo, sólo hizo falta rozar la letra para que ésta
se adhiriera al cuerpo al que pertenecía. El contacto transmitió a su pecho el
calor y la luz de un sol que ya nunca desaparecería de sus cuadros, por más que
las circunstancias pintaran los cielos de nubes. Y en ese momento de dicha
infinita, la joven oyó la sirena.
El semblante beatífico de Amalia contrastaba con la
cara de malas pulgas del policía que la obligó a bajar de la farola y le impuso
una multa por atentar contra el mobiliario urbano. La chica se alejó de allí
confusa y avergonzada, y aún maravillada de que aquel hombre no hubiera
percibido la loca aventura que la había arrastrado por una ciudad fantasma.
En el bolsillo de la gabardina tomó consistencia la
multa, en ausencia de la acuarela que le había servido como talismán. Al pasar
por el lugar donde se había enfrentado al depredador, un tenue polvillo azul
verdoso persistía en las paredes, lo cual la reafirmó que su periplo nocturno
no había sido el mero desvarío de una mente hastiada.
Con la recuperación de sí misma también retornaron las
preocupaciones más mundanas. Llegar a casa, ducharse y marcharse al trabajo que
le daba sustento, al cual ya llegaba tarde. Las tardes ya las haría suyas de
alguna forma, sólo era cuestión de pensar en ello.
Al pasar por la calle Arenal y no ver al vagabundo
trajeado le asaltó un pequeño remordimiento por no haberlo buscado para
enfrentarse a los depredadores juntos, pero al final Amalia se encogió de
hombros y siguió andando. Cada uno debía encontrar su propio camino para salvarse
a sí mismo.
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