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miércoles, 7 de marzo de 2018

Las calles sin nombre (FINAL)


Después del encuentro con el depredador los pasos de Amalia eran más vacilantes que antes, por lo que avanzaba con mayor lentitud de la que era conveniente. La joven no tuvo que mirar el reloj para constatar que la mañana comenzaba a echarse encima, pero se sentía incapaz de pisar el pavimento sin temor. Los ojos del ser que la había perseguido le habían mandado un mensaje claro: le aguardaba la destrucción más absoluta por haberse atrevido a desafiar las crueles leyes del descorazonamiento y el desespero.
La joven acababa de cruzar la Plaza de Santa Ana cuando empezó a percibir la claridad grisácea del cielo. Tuvo que ahogar un gemido que surgía de lo más profundo de su pecho. La perdición estaba a sólo unos minutos de distancia, y ella todavía no sabía qué letras se le habían perdido.
Al comenzar a bajar por la calle comprobó que sus suposiciones habían sido correctas. En aquel lugar, las letras se amontonaban de cualquier manera en los rincones, enmarañadas y a punto de desvanecerse. Lo cual sólo podía significar una cosa: aquella era la guarida de los depredadores, su emplazamiento predilecto para devorar los motivos vitales de los ilusos a los que robaban, de ahí que hubiera tantas letras despanzurradas.
Amalia sintió cómo sus piernas se paralizaban, su corazón suspendía sus pálpitos durante un lapso minúsculo de tiempo y sus mandíbulas se tensaban. Se había metido en la boca del lobo sin saberlo, pero ya era tarde para volver atrás. Si sucumbía, al menos afrontaría la derrota con la valentía de la que había carecido en años anteriores.
En el momento en que la decisión estuvo tomada, sintió una presencia conocida a su espalda. Se giró con brusquedad, hostil y casi agresivamente. Habría huido de nuevo si el cielo cada vez más claro no le recordara que se quedaba sin tiempo para volver a retomar la búsqueda. Miró al depredador de frente y se metió la mano en el bolsillo.
La acuarela le había dado fuerzas desde que la había visto por primera vez, por lo que no era aventurado pensar que había actuado como escudo contra la desesperanza que los depredadores echaban sobre sus víctimas. Si la utilizaba como arma, se quedaba sin talismán; pero si no actuaba, el depredador la abatiría como la carcasa de carne y hueso que estaba a punto de ser. Era una apuesta suicida, aunque por otro lado ya no tenía nada que perder.
Aprovechando la lentitud de movimientos de su oponente, Amalia apuntaló firmemente los pies en el suelo y sacó la pequeña cajita. Le echó un último vistazo antes de prepararse para lanzarla.
La joven arrojó el objeto como el que tira una piedra contra un enemigo imbatible y terrible, con toda la rabia y la frustración que había acumulado durante años porque el mundo no era como ella quería que fuera. Su brazo dio un tirón doloroso al descargar toda la fuerza que le había proyectado al lanzamiento, pero pudo comprobar con satisfacción que la acuarela impactaba en medio de la frente del depredador, despidiendo una nube de polvo aquaverdoso que envolvió al ser con rapidez.
Cuando el velo se disolvió, la calle estaba vacía, y ella se sintió triunfante, aunque la posibilidad del fracaso aún pendía sobre su cabeza. El matiz gris que comenzaba a aparecer en la calle por debajo del fulgor anaranjado de las farolas le indicaba que la hora límite estaba muy cercana. Sin embargo, no siguió corriendo, porque apresurarse a esas alturas ya no le serviría de nada. Lo que necesitaba era concentrarse y encontrar las ilusiones que la habían definido hasta hacía poco.
Comenzó a seguir con la vista las líneas de las baldosas, como si marcaran el mapa hacia sí misma. Caminó con la mirada en el suelo hasta toparse con una “S” de bronce que destacaba por su brillo apagado y tenaz.
Sorprendida por aquella diferencia con respecto a las otras letras que construían una frase ilustre, Amalia se agachó para comprobar si aquel símbolo no brillaba por el rocío que empezaba a posarse sobre la ciudad. Al contacto con el metal, una fina película se adhirió a sus dedos helados. El material cobró consistencia a medida que la joven lo separó del suelo, pero se desvaneció cuando posó la membrana en su pecho. La letra se fundió, impregnado sus ropas hasta llegar a la piel.
La calidez que Amalia sintió en ese momento sólo se puede comparar con el nerviosismo y la emoción que la habían embargado la primera vez que cogió un pincel en sus manitas infantiles. Con ese recuerdo recuperado, la joven siguió la búsqueda.
Dejó que sus ojos deambularan por las fachadas de los edificios, pues comenzó a ser consciente de que no podía andar por la vida con la vista a ras del suelo. De esta manera pudo descubrir una pálida “O” que se había desprendido hacía poco de una cartela. El signo se deslizaba con lentitud hacia el suelo, quedando todavía fuera de su alcance. Y como sabía que el tiempo se le agotaba, Amalia estiró sus brazos y piernas más allá del dolor para poder apenas rozarla.
Por suerte, nada más entrar en contacto con su piel, la letra continuó su deslizamiento a lo largo de su brazo izquierdo hasta llegar al pecho, lugar en el que brilló y la inundó con el recuerdo del primer concurso de pintura que había ganado a los catorce años.
Después de aquel logro se había sentido ligera y poderosa, conocedora de un talento que podía ser apreciado por sus congéneres pero que había que pulir. Recuperar aquella certeza le ayudó a ignorar el dolor que sentía en las piernas y a retomar la búsqueda que le había llevado toda una noche.
El alba se anunciaba en los sonidos de la ciudad que comenzaba a despertarse, y cada vez que escuchaba un nuevo murmullo Amalia sentía la tensión crecer en sus articulaciones. Intuía que si las calles sin nombre por las que vagaba se fundían con la ciudad de las personas antes de que ella recuperara el sueño que le faltaba, éste sería festín de los depredadores y ella se quedaría incompleta.
Encontró el último signo que le pertenecía colgando de una farola. La “L” vaporosa se balanceaba en la bombilla en precario equilibrio, y la joven casi se sintió desfallecer al ver la altura a la que se encontraba su último reto.
En teoría, sólo tenía que trepar hasta la cúspide de aquella lámpara y estirarse para alcanzar la última letra. Dos problemas: primero, si se caía, el destrozo físico era incuestionable; segundo, no sabía trepar.
Las consecuencias de una posible caída la aterraban, pero el vacío que seguía sintiendo en el pecho le causaba un dolor constante y latente, así que reevaluó los riesgos. Si lo intentaba y fracasaba, quizá muriera en el intento y al menos el sufrimiento que ella misma se había provocado terminaría. Si no lo intentaba, de igual modo acabaría como un despojo nocturno en la ciudad.
Con dificultad y miembros temblorosos, Amalia comenzó a trepar.
Sólo se dio cuenta de la altura que había alcanzado cuando pudo contemplar el cielo con mayor facilidad. El gris comenzaba a teñirse de rosa, lo cual envió una punzada de angustia a sus nervios. Contaba con unos pocos minutos para recuperar su símbolo e integrarlo en su esencia.
Observó la L, balanceándose burlona a un metro y medio de distancia de donde se había parado. Alargó el brazo para constatar que el signo aún se encontraba fuera de su alcance, lo cual la obligaba a reptar en su dirección. Ignoró los metros que la separaban del suelo y comenzó a avanzar propulsándose con los brazos.
De nuevo, sólo hizo falta rozar la letra para que ésta se adhiriera al cuerpo al que pertenecía. El contacto transmitió a su pecho el calor y la luz de un sol que ya nunca desaparecería de sus cuadros, por más que las circunstancias pintaran los cielos de nubes. Y en ese momento de dicha infinita, la joven oyó la sirena.
El semblante beatífico de Amalia contrastaba con la cara de malas pulgas del policía que la obligó a bajar de la farola y le impuso una multa por atentar contra el mobiliario urbano. La chica se alejó de allí confusa y avergonzada, y aún maravillada de que aquel hombre no hubiera percibido la loca aventura que la había arrastrado por una ciudad fantasma.
En el bolsillo de la gabardina tomó consistencia la multa, en ausencia de la acuarela que le había servido como talismán. Al pasar por el lugar donde se había enfrentado al depredador, un tenue polvillo azul verdoso persistía en las paredes, lo cual la reafirmó que su periplo nocturno no había sido el mero desvarío de una mente hastiada.
Con la recuperación de sí misma también retornaron las preocupaciones más mundanas. Llegar a casa, ducharse y marcharse al trabajo que le daba sustento, al cual ya llegaba tarde. Las tardes ya las haría suyas de alguna forma, sólo era cuestión de pensar en ello.
Al pasar por la calle Arenal y no ver al vagabundo trajeado le asaltó un pequeño remordimiento por no haberlo buscado para enfrentarse a los depredadores juntos, pero al final Amalia se encogió de hombros y siguió andando. Cada uno debía encontrar su propio camino para salvarse a sí mismo.

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