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lunes, 26 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (VI)

  Amalia recorrió la avenida que bajaba hasta la plaza de Ópera sin que ningún sentimiento de reconocimiento la asaltara. Las letras que veía no le decían nada, y muchas habían perdido su brillo, comenzando a desvanecerse entre motas de polvo. No le sorprendió que su búsqueda no hubiera dado todavía los frutos deseados, pero la ansiedad comenzó a ganarle terreno. Podía tirarse horas, y no se le olvidaba que la ciudad no era suya. A cada recodo podía toparse con un ladrón que no le permitiría recuperar lo que era suyo por derecho.
  Como si aquel miedo hubiera convocado a la fatalidad, Amalia comenzó a oír unos pasos que pretendían seguir los suyos en silencio. No se atrevió a girarse en redondo para ver la cara de su perseguidor, pero aceleró la marcha de su caminata, todavía sin atreverse a huir. En un arrebato de incoherencia, la joven pensó que si no desentonaba demasiado en el panorama desolado, quizá pasaría desapercibida. Y correr implicaba demasiada libertad de movimientos, demasiada energía irradiada a un medio casi estéril.
  Sólo cuando su perseguidor sonaba excesivamente cerca encontró la presencia de ánimo necesaria para mirarlo a la cara. Las facciones de la joven se contrajeron de horror al ver que lo que la seguía superaba las expectativas de su desasosiego. El depredador ya no era un señor con gabardina y sonrisa cruel; era la pútrida sombra de lo que había sido un hombre, que iba en su busca con expresión ávida.
  En ese momento, la chica sí fue capaz de dar salida a su instinto y rompió a correr con un estallido de pies y grititos aterrorizados. Nunca había sido especialmente rápida, pero el pavor y la adrenalina dieron alas a sus pies. Se metió en la primera callejuela que encontró a mano derecha y siguió corriendo cuesta arriba.
  La posibilidad de plantar cara al depredador murió tan pronto como nació en su mente; la desvaneció con un manotazo nervioso sin parar un segundo a recuperar el aliento. No conseguiría derrotar a aquel espanto, empezando por la circunstancia de que no sabía con qué armas enfrentarlo. No, la estrategia a seguir era la huida y la búsqueda, y aunque se le antojara cobarde, en el fondo sabía que a aquellas alturas era la opción más valiente. Había cubierto el cupo de temeridad atreviéndose a salir a las calles sin nombre con un propósito, aun cuando éste no estuviera claro.
  Después de varios minutos dilatados de carrera alocada, Amalia consiguió parar y mirar por encima de su hombro, comprobando que a su espalda sólo había una calle desierta y ruinosa. Los pulmones ardían de esfuerzo, la camiseta chorreaba sudor, frío y cálido al mismo tiempo, y la cara palpitaba de calor y exaltación. Tuvo que doblarse sobre sí misma para recuperar el resuello, pero se sentía más viva de lo que se había sentido en meses. Darse cuenta de aquella emoción la impulsó a continuar con la exploración. Era consciente de que sólo tendría esa noche para vagar con sus facultades mentales completas y tenaces; con las primeras luces de la mañana, la ciudad recuperaría su vida y ella perdería la suya.
Fue capaz de reorientarse en el dédalo de calles y callejuelas que daban forma al casco antiguo de la ciudad. Podía dirigir sus pasos hacia el norte, en busca de la que había sido su facultad durante cinco años, pero se daba cuenta de que aquellos años de estudiante no habían sido tan significativos como deberían. También tenía la opción de encaminarse al sur, donde residían sus padres, pero si había huido del hogar familiar había sido porque las cuatro paredes verdes de su cuarto habían comenzado a asfixiarla. La disyuntiva que se le presentaba era simple: oeste o este.

Al oeste, nada que ella pudiera recordar, salvo la línea de metro que cogía por las mañanas para ir a la cafetería del polígono industrial; al este, el Barrio de las Letras y sus locales cerrados y deshabitados. En función de las leyes de la lógica de la ciudad sin letreros, aquel lugar tenía que ser una entropía de símbolos dispersos y semiluminosos, así que quizá debiera probar suerte allí. Aún dubitativa, Amalia metió la mano en el bolsillo y palpó la acuarela, que pareció palpitar con calidez durante un segundo. Recordó que del este había salido aquel talismán improvisado, y por fin se decidió a ponerse otra vez en acción.

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