Amalia recorrió la avenida que bajaba hasta la plaza de Ópera
sin que ningún sentimiento de reconocimiento la asaltara. Las letras que veía
no le decían nada, y muchas habían perdido su brillo, comenzando a desvanecerse
entre motas de polvo. No le sorprendió que su búsqueda no hubiera dado todavía
los frutos deseados, pero la ansiedad comenzó a ganarle terreno. Podía tirarse
horas, y no se le olvidaba que la ciudad no era suya. A cada recodo podía
toparse con un ladrón que no le permitiría recuperar lo que era suyo por
derecho.
Como si aquel
miedo hubiera convocado a la fatalidad, Amalia comenzó a oír unos pasos que
pretendían seguir los suyos en silencio. No se atrevió a girarse en redondo
para ver la cara de su perseguidor, pero aceleró la marcha de su caminata,
todavía sin atreverse a huir. En un arrebato de incoherencia, la joven pensó
que si no desentonaba demasiado en el panorama desolado, quizá pasaría
desapercibida. Y correr implicaba demasiada libertad de movimientos, demasiada
energía irradiada a un medio casi estéril.
Sólo cuando su
perseguidor sonaba excesivamente cerca encontró la presencia de ánimo necesaria
para mirarlo a la cara. Las facciones de la joven se contrajeron de horror al
ver que lo que la seguía superaba las expectativas de su desasosiego. El
depredador ya no era un señor con gabardina y sonrisa cruel; era la pútrida
sombra de lo que había sido un hombre, que iba en su busca con expresión ávida.
En ese momento, la chica sí fue capaz de dar salida a su instinto y rompió a correr con un
estallido de pies y grititos aterrorizados. Nunca había sido especialmente
rápida, pero el pavor y la adrenalina dieron alas a sus pies. Se metió en la
primera callejuela que encontró a mano derecha y siguió corriendo cuesta
arriba.
La posibilidad
de plantar cara al depredador murió tan pronto como nació en su mente; la
desvaneció con un manotazo nervioso sin parar un segundo a recuperar el
aliento. No conseguiría derrotar a aquel espanto, empezando por la
circunstancia de que no sabía con qué armas enfrentarlo. No, la estrategia a
seguir era la huida y la búsqueda, y aunque se le antojara cobarde, en el fondo
sabía que a aquellas alturas era la opción más valiente. Había cubierto el cupo
de temeridad atreviéndose a salir a las calles sin nombre con un propósito, aun
cuando éste no estuviera claro.
Después de
varios minutos dilatados de carrera alocada, Amalia consiguió parar y mirar por
encima de su hombro, comprobando que a su espalda sólo había una calle desierta
y ruinosa. Los pulmones ardían de esfuerzo, la camiseta chorreaba sudor, frío y
cálido al mismo tiempo, y la cara palpitaba de calor y exaltación. Tuvo que
doblarse sobre sí misma para recuperar el resuello, pero se sentía más viva de
lo que se había sentido en meses. Darse cuenta de aquella emoción la impulsó a
continuar con la exploración. Era consciente de que sólo tendría esa noche para
vagar con sus facultades mentales completas y tenaces; con las primeras luces
de la mañana, la ciudad recuperaría su vida y ella perdería la suya.
Fue capaz de reorientarse en el dédalo de calles y
callejuelas que daban forma al casco antiguo de la ciudad. Podía dirigir sus
pasos hacia el norte, en busca de la que había sido su facultad durante cinco
años, pero se daba cuenta de que aquellos años de estudiante no habían sido tan
significativos como deberían. También tenía la opción de encaminarse al sur,
donde residían sus padres, pero si había huido del hogar familiar había sido
porque las cuatro paredes verdes de su cuarto habían comenzado a asfixiarla. La
disyuntiva que se le presentaba era simple: oeste o este.
Al oeste, nada que ella pudiera recordar, salvo la
línea de metro que cogía por las mañanas para ir a la cafetería del polígono
industrial; al este, el Barrio de las Letras y sus locales cerrados y
deshabitados. En función de las leyes de la lógica de la ciudad sin letreros,
aquel lugar tenía que ser una entropía de símbolos dispersos y semiluminosos,
así que quizá debiera probar suerte allí. Aún dubitativa, Amalia metió la mano
en el bolsillo y palpó la acuarela, que pareció palpitar con calidez durante un
segundo. Recordó que del este había salido aquel talismán improvisado, y por
fin se decidió a ponerse otra vez en acción.
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