La calle
Arenal estaba particularmente deshabitada para tratarse de una tarde despejada,
por lo que a Amalia no le costó encontrarse con el peculiar indigente que la
había abordado el día de la entrevista en la editorial. Se paró frente a él,
reuniendo el valor necesario para enfrentarse a su desespero.
-¿Qué son las
calles sin nombre? –la pregunta surgió de los labios de la joven sin que ella
pudiera retenerla, apenas sin ser consciente de que la había hecho.
El hombre
levantó la mirada del suelo y le dedicó una media sonrisa cruel, similar a la
del individuo que la había secado por dentro.
-Es el
territorio de los depredadores, donde devoran el motor vital de los que han
perdido los anhelos de su espíritu.
-¿Cómo puedo
llegar a las calles sin nombre?
El hombre
estalló en carcajadas, huecas y carentes de alegría, pero potentes y
afiladas. Cuando pudo volver a hablar,
Amalia llevaba cinco minutos esperando con expresión ausente.
-Nadie está
tan loco como para aventurarse en las calles sin nombre, y menos cuando ha perdido
lo que le daba color y forma –la miró directamente-. Asúmelo y búscate un lugar
donde dejar escapar lo que te queda de vida.
A pesar de la
crudeza de las palabras del mendigo, Amalia no se marchó. Permaneció clavada en
el suelo, incapaz de moverse, incapaz de hablar e incapaz de rendirse. Los
minutos pasaban con lentitud, pero los pocos viandantes que pasaban por allí no
parecían darse cuenta de la extraña escena que los dos estaban representando.
Por fin, la joven encontró el valor necesario para irse de allí y tomar su
decisión.
La noche había
llegado hacía horas, las cuales ella había aprovechado para concienciarse.
Había pensado meterse unas galletas en el bolsillo, por si le entraba hambre en
mitad de la noche, pero había llegado a la conclusión de que debía dejar atrás
absolutamente todo. El piso de alquiler, los trabajos precarios y el anonimato
del ruido de la ciudad serían una vida vacía si no era capaz de evitar que
todos los días pasaran por ella sin dejar huella. En el bolsillo de la
gabardina sólo guardaba la pastilla de acuarela y sus manos encogidas en puños.
Cerró la
puerta del piso sin mirar atrás y comenzó a descender las escaleras a oscuras,
convencida de que no se tropezaría con ningún vecino. En el momento en que
pisara la acera estaría en las calles sin nombre, donde nadie en su sano juicio
osaba a plantarle cara a los depredadores.
El fulgor
anaranjado de las farolas era más punzante que el de sus noches de juerga,
cuando todavía estaba en la universidad. Y efectivamente, al cruzar la esquina
comprobó que el cartel de la calle donde vivía estaba en blanco, con las letras
desperdigadas por el suelo, como si una ráfaga de viento malicioso las hubiera
arrancado de su sitio. Amalia suspiró y se aventuró entre los edificios,
deambulando sin rumbo fijo.
Era difícil
saber qué hacer. Más allá de la idea de dar la espalda a la vida que había
llevado en el último año no se había atrevido a hacer más conjeturas. ¿Dónde
ir? ¿Qué buscar y cómo? ¿Y una vez encontrado, cómo recuperarlo? Y en caso de
encontrarse con los depredadores de los que le había hablado el indigente,
¿huir o plantar cara? Con estas preguntas en mente, la joven comenzó a dirigir
sus pasos hacia el centro de la ciudad.
Las calles que
pasaban eran un borrón de carteles vacíos y letras garabateadas en el suelo. A
pesar de que la geografía de la ciudad era reconocible, Amalia debía de
encontrarse vagando por otro espacio distinto, pues no se cruzaba con ninguna
otra persona.
De repente,
comenzó a percibir que los bordes de las letras brillaban de forma desvaída. Al
principio no era capaz de distinguir el tono de los brillos que cubrían los
signos como si fuera una pátina tangible, pero agudizando la vista, Amalia
empezó a diferenciar unas letras de otras por el color de la luminiscencia que
desprendían.
Curiosa, se
agachó con el brazo extendido, intentando comprobar qué tacto tenía una A que
brillaba en verde amarillento, pero su mano atravesó el símbolo y topó con el
cemento de la acera. No obstante, al retirar la mano, la joven recibió el
fogonazo de una pasión secreta por escribir poemas, perteneciente a una mujer
hace tiempo perdida en el dédalo de la ciudad.
Ese fue el
momento en el que Amalia comprendió que para salvarse tendría que encontrar las
letras que la definían, con la complicación que eso conllevaba. Madrid era
enorme, sus calles se contaban por miles, y además, las letras se hallaban
desperdigadas sin orden ni concierto por el suelo. ¿Cómo reconocería las que le
pertenecían? ¿Sería capaz de identificar el color que la iluminaba por dentro?
Decidió empezar
por los lugares que eran significativos para ella de algún modo. Dada su
cercanía al centro, la joven decidió dirigirse a la calle Arenal, donde había
recibido su último encargo. Si bien era verdad que lo que la editorial le había
pedido no había hecho más que frustrarla, tenía que reconocer que había sido la
primera vez que había cogido los pinceles en meses. Además, en la calle Arenal
había conocido al hombre que le había puesto sobre la pista de lo que debía
hacer, así que quizá allí tendría suerte.
De algún modo,
Amalia esperaba encontrar al mendigo vagando por la calle, pero según avanzaba
entre tiendas sin título y farolas anaranjadas, la decepción se asentó sobre
ella. Por cómo le había hablado, la joven sabía que el hombre no se atrevería a
caminar entre callejuelas para encontrar las letras que había perdido, a pesar
de saber que eso era lo que debía hacer. A pesar de no conocerlo y de la
sensación de desespero que le había transmitido, la joven lo echó en falta.
Hubiera sido bueno contar con un compañero de periplo.
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