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domingo, 18 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (IV)

  Amalia llevaba ya una semana sin sentir la opresión de la persecución. A cambio, el delirio paranoide había sido sustituido por cierto sentimiento de fatalidad, el presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder. La joven se hubiera dado por contenta si aquel augurio se concretara en un despido laboral –por catastrófico que aquello pudiera ser para su supervivencia económica-, pero algo le decía que le esperaba un suceso más siniestro. Era probable, incluso, que las pesadillas que estaba teniendo le mostraran lo que estaba por venir.
  En sus sueños, las calles se sucedían mientras ella aceleraba su carrera, intentando alejarse de unos perseguidores nunca vistos. La luz anaranjada y sucia de las farolas hacía reconocible el Madrid nocturno, pero las letras de los carteles de las calles hacía horas que se habían caído, yaciendo esparcidas por el suelo. Un brillo desvaído las cubría, pero aún así sintió una desesperación asfixiante al verlas. No obstante, consiguió sacar fuerzas y continuar corriendo; la certeza de que había perdido algo fundamental para su espíritu la impulsaba hacia adelante.
  Estaba próxima a encontrarlo, lo presentía, pero el cerco de sus cazadores también se estaba cerrando sobre ella, por lo que pasaba por delante de las calles sin prestarles atención. Al doblar una calle lo atisbó por el rabillo del ojo, pero no pudo pararse a recogerlo; el aliento helado ya casi rozaba su nuca. Aún así, giró el cuello, intentando identificar lo que había perdido. Y en ese momento siempre despertaba.
  El último día, nada más despertar, Amalia se secó el sudor frío de la espalda y se dirigió a la pila del fregadero. Dio unos sorbos de agua, pero la ansiedad no le permitía tragar con normalidad.
  La joven se sentó en la cama, intentando tranquilizarse. Los últimos retazos del sueño se desvanecían, pero no así la sensación de estar siendo perseguida, lo cual la desconcertaba. ¿Qué le estaba ocurriendo?
  Un ruido leve la hizo saltar en el sitio, derramándose parte del agua sobre la camiseta del pijama. Casi habría preferido ver una forma tenebrosa aguardándola junto al armario, para que sus temores se vieran confirmados de una vez por todas y no tuviera que convivir con la incertidumbre, pero el sonido provenía de las cañerías. Intentó serenarse como mejor pudo y volvió a tumbarse sobre las mantas, incapaz de conciliar el sueño de nuevo. No sabía lo que le estaba pasando, y una parte de ella prefería no saberlo, pero era consciente de que debía enfrentarse al miedo irracional que sentía desde hacía unas semanas.
  Se levantó y comenzó a arreglarse para ir a la cafetería. Mientras estaba maquillándose, observó el semblante que el espejo reflejaba: asustadizo y hastiado, demasiado para la juventud que revelaban sus rasgos. Amalia continuó aplicándose los polvos y compuso un gesto de determinación. No sabía cómo, pero quería terminar con esa situación de desasosiego.

El turno en la cafetería fue agotador, por lo que cuando salió a la calle se dirigió a la boca de metro con paso lento e inseguro. Absorta en sus pensamientos, Amalia no percibió al hombre que se le acercaba por la acera hasta que lo tuvo de frente. Antes de llegar a chocarse, la joven se quedó mirándolo fijamente. Como por ensalmo, intuyó que tras la sonrisa vacua y cruel del tipo se ocultaba el vaticinio de fatalidad que había aparecido en su vida, pero fue incapaz de salir corriendo.
  -Ya eres nuestra –murmuró el hombre, aunque él mismo se dio cuenta de que no habló con la misma seguridad que en otras ocasiones.
  Algo en los ojos de la joven lo hacía dudar, pero el ansia de hacerse con su esencia era más fuerte. Además, ella no era capaz de reaccionar, al igual que los ilusos que habían sucumbido antes. Alargó el brazo y rozó la frente de la chica con dos dedos. El brillo que fluyó de la cabeza a su mano fue débil y titubeante, como si se negara a abandonar a su dueña, pero en unos segundos había terminado el trámite. El hombre apagó su sonrisa y se dio la vuelta, dejando a Amalia plantada en la calle.
  Cualquiera que viera la expresión de la joven notaría el cambio. Amalia sentía cómo la inquietud y el desánimo habían sido sustituidos por un agujero que había rellenado su pecho, impidiendo que nada más tuviera espacio dentro de ella. Retomó el camino sin saber a dónde iba, con la mente en blanco e incapaz de concretar un solo pensamiento.
  Llevaba un par de horas vagando por las calles cuando sintió frío y metió las manos en los bolsillos de la gabardina. En el derecho, sus dedos toparon con un objeto duro y cuadrado que sacó para observarlo. La joven se quedó mirando el tono turquesa de la acuarela con una expresión levemente sorprendida, como si no comprendiera que algo tan bonito pudiera contenerse en un recipiente tan pequeño.
  Con la sorpresa, una emoción comenzó a abrirse paso en su pecho, rasgando el vacío que aquel hombre había echado sobre ella. La rabia por la pérdida nacía de la desesperación que había sentido en los últimos meses, instándola a actuar contra un robo tan cruel. Su desmoralización por sus fracasos no era razón para que nadie se creyera por encima del bien y del mal, arrogándose el derecho de quitárselos. Sus ilusiones, rotas o no, eran suyas para hacer con ellas lo que quisiera, y aquel individuo siniestro y onírico no iba a salirse con la suya.

  Recordando un encuentro que había vivido hacía unas semanas, Amalia dirigió sus pasos a la boca de metro más cercana con una idea fija en mente.

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