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lunes, 12 de febrero de 2018

Las calles sin nombre (III)

  Cuando sonó el despertador a las siete y media de la mañana, Amalia presentaba un semblante pálido y ojeroso, y su ánimo se había deshinchado una vez más.
  El día habría transcurrido tranquilo y cotidiano si Amalia caminara despistada como era habitual en ella, pero el temor irracional se le había introducido hasta la médula y no le permitía avanzar sin mirar a un lado y a otro de la calle con preocupación. De camino a la tienda de ropa donde trabajaba algunas tardes notó una presencia invasiva y helada. Sin saber qué pensar, echó un vistazo por encima de su hombro y creyó vislumbrar al mismo tipo extraño y turbio con el que se había cruzado la tarde anterior.
  Sin poder remediarlo, y reprochándose su infantil reacción, la joven echó a correr hasta que alcanzó su destino. Y quizá aquello fuera lo más inteligente que podría haber hecho en aquella situación, pero ella no lo sabría hasta días más tarde. Lo importante era que no albergaba tanta mediocridad en ella como la gente solía pensar, y sería capaz de presentar batalla o huir cuando fuera necesario, como hizo aquella tarde.
  Las charlas con sus compañeras de la tienda acostumbraban a ser agradables e insulsas, pero las sorpresas suelen aparecer de la mano de las situaciones más corrientes. Por casualidad, una chica menuda e inquieta llamada Alba tenía un novio estudiante de Bellas Artes. El chico cumplía aquella semana veinte años, por lo que su simpática novia quería tener un detalle con él, y no le daba para más la originalidad que para comprarle algún material de pintura caro que sería bien apreciado. Ella estaba perdida en materia artística, así que recurrió a Amalia para pedir consejo.
  -¿Y tú sabrías dónde me saldría más barato?-quiso saber Alba.
  Amalia recordó.
  -Hay una tienda a la que solía ir cuando estaba en la facultad. El género que venden suele ser selecto y caro, pero allí lo he visto más barato que en otras tiendas más grandes. Podría ir por ti y mirar algo.
  -¿Lo harías? -Alba sonrió como una niña-. Es que estoy perdida en estos temas, y Mario es tan rarito a veces…
  La otra joven respondió con una sonrisa y prometió que se acercaría a la tienda la mañana siguiente, aprovechando que libraba en la cafetería.

  Dos horas y media más tarde Amalia salía a la lluvia vespertina de Madrid. Su paraguas era amplio y la cubría por completo, pero se sentía incómoda. No hacía frío, lo sabía, más bien estaba destemplada, y el agua que caía no ayudaba a que entrara en calor, a pesar de que su paso hacia la estación de metro era vivo. No se cruzó con nadie extraño, y eso debería haberla tranquilizado, pero Amalia se sentía tan al descubierto como en los dos días anteriores. En el tren la sensación no desapareció, y sólo ya en su casa se atrevió a respirar profundamente.
  Aquella noche se despertó varias veces, una de ellas en el límite del alba. Le hubiera gustado dormir más, pero había algo en ella que se rebelaba a cerrar los ojos y dejarse llevar, una punzada que la instaba a estar alerta. Amalia subió la persiana y abrió la ventana, asomándose por ella. Los edificios no dejaban ver la línea del horizonte, pero la claridad ya se prendía en las ramas de los árboles, que iban desnudándose día a día.
  Ella desayunó sin prisas y salió a la calle temprano, aprovechando que el sueño la hubiera abandonado. Volvería con tiempo para adelantar algunos bocetos del trabajo que le habían encargado en la editorial, así que decidió apresurarse en sus compras.
  El sol ya brillaba sobre las baldosas cuando la joven llegó al Paseo del Prado. Cruzó de acera antes de llegar a la plaza Cánovas. La estatua de Neptuno que presidía la rotonda le dio la bienvenida con un semblante hierático que parecía juzgarla. La chica le echó una última mirada desafiante antes de enfilar la calle que subía hacia el Palacio del Congreso y empezó a callejear.
  En cuestión de media hora había alcanzado su destino, aunque tenía que reconocer que había pasado un par de veces por delante de la tienda sin verla, razón por la cual había caminado desorientada por la plaza durante al menos cinco minutos. El cartel de “Hnos. Pinzón” estaba limpio y descolorido por el sol, y se veía acosado por los neones de los bares que lo rodeaban, agresivos a pesar de que no estaban iluminados.
  La joven entró en la tienda cita con cierto regusto agridulce en el fondo del paladar. No solo la afectaba el hecho de que ella había dejado de ir por allí cuando había guardado sus pinceles al fondo del armario; el comercio también parecía estar sufriendo los golpes de una crisis socioeconómica que parecía no tener final.
  Amalia exhaló un suspiro prolongado al tiempo que se acercaba a un expositor de acuarelas que había junto al mostrador. Nada más traspasar el umbral, un fogonazo de luz azulada había atrapado su atención. No había salido ningún dependiente de la trastienda, así que se atrevió a tocar una pastilla de acuarela de un brillante turquesa, vivo y verdoso. No sabía por qué, pero la tonalidad la cautivó, trasladando su mente a un río que había visitado en su niñez. Unos pasos suaves la sacaron de su abstracción.
  -Buenos días, ¿desea algo? -la dueña, una mujer de mediana edad, cambió su voz con facilidad a un tono familiar al reconocer la cara de Amalia-. Hacía mucho tiempo que no te veía por aquí.
  Sin saber por qué, la chica sintió la necesidad de disculparse.
  -Es que últimamente no he necesitado material… pero tenía pensado pasarme un día de estos.
  La mujer se quedó mirándola, entre inquisitiva y divertida.
  -Y ahora sí lo necesitas, ¿verdad?
  -Bueno… en realidad no es para mí. Le estoy haciendo un favor a una amiga –reconoció Amalia, no sin cierta reticencia-. Me gustaría ver lo que tienes de pinturas pastel.
  La señora no se movió del sitio, manteniendo el contacto visual con la joven.
  -¿Y por qué últimamente no has necesitado material?
  La pregunta, sin ser agresiva, cayó a plomo sobre Amalia.
  -Hace un año que no pinto –confesó en voz baja-. No encuentro motivos para hacerlo.
  Meneando la cabeza,  la dueña se dirigió a la trastienda para sacar los expositores de pintura pastel que la joven quería ver. Amalia aprovechó la tregua para tomar aire y serenarse; no se sentía cómoda hablando sobre el desánimo que sentía desde hacía meses. Para no pensar más en ello, volvió a examinar el estante de acuarelas.
  Sin poderlo remediar, alargó la mano y cogió la que había llamado su atención nada más entrar a la tienda. Le dio la vuelta a la caja para ver el número del color y el precio.
  “Turquesa de cobalto”, de Winsor&Newton… muy por encima de sus posibilidades económicas.
  -¿Te gusta? –la dueña había regresado sin que la joven se hubiera dado cuenta-. Éstas las vendemos poco, pero tienen unos tonos muy puros.
  Amalia dejó la caja con una sonrisa cortés. No le parecía correcto gastarse seis euros en una acuarela teniendo dificultades para llegar a fin de mes.
  La señora y ella estuvieron una hora larga examinando las pinturas, decidiendo cuáles podían interesar al destinatario del regalo y cuáles estaban dentro del presupuesto. Al final, Amalia apuntó las referencias y los precios en un post-it que pegó en el monedero.
  -Mañana o pasado se pasará mi amiga –informó-. Echadle una mano, porque estará un poco perdida.
  La mujer le dedicó una mirada afable.
  -Me da la impresión de que tú también andas un poco perdida.
  La joven no respondió, lo que corroboró las sospechas de la dueña. Ésta señaló la acuarela que la chica tenía en las manos cuando había salido de la trastienda.
  -Mira, vamos a hacer una cosa –le propuso con tono persuasivo-. Me da la impresión de que necesitas un incentivo, así que llévatela –cortó la protesta de Amalia antes de que ésta naciera-. Tranquila, que la pagarás; sólo es un préstamo. La próxima vez que vuelvas por aquí a comprar material te la cobro. ¿Te parece bien?
  -No sé… es demasiado… ¿Cómo me la voy a llevar sin pagar? –sus excusas no sonaron especialmente convincentes teniendo en cuenta que ya había vuelto a coger la pintura.
  -Te repito: te la presto. Así me aseguro que vuelvas por aquí y me cuentes qué tal te va –la mujer la miró con una mezcla de preocupación y simpatía-. Una pasión como la que tú tenías no puede desvanecerse en la nada.

  Amalia sonrió azorada y agradecida. Se guardó la pintura en el bolsillo del abrigo y despidió a la dueña con la mano. Mientras salía de la tienda un soplo cálido recorrió su pecho; con los tiempos que corrían, era agradable encontrar a gente que se preocupaba por otros, aunque fuera de forma superficial.
  La tarde transcurrió sin incidentes. El entusiasmo de su compañera se evaporó en cuanto vio los precios que había apuntado para ella, pero al menos no había echado el viaje en balde. Cuando terminó su turno anduvo de camino al metro con la pintura en la mano, como si fuera un talismán. De hecho, en el momento en el que volvió a sentirse observada por una presencia inquietante, el mero contacto con la caja le hizo sentirse más segura. Y aunque no consiguió que la sensación desapareciera, le ayudó a sobrellevarla, marcando un punto de inflexión respecto a los días anteriores.


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