Cuando sonó el despertador a las siete y media de la
mañana, Amalia presentaba un semblante pálido y ojeroso, y su ánimo se había
deshinchado una vez más.
El día habría transcurrido tranquilo y
cotidiano si Amalia caminara despistada como era habitual en ella, pero el
temor irracional se le había introducido hasta la médula y no le permitía
avanzar sin mirar a un lado y a otro de la calle con preocupación. De camino a
la tienda de ropa donde trabajaba algunas tardes notó una presencia invasiva y
helada. Sin saber qué pensar, echó un vistazo por encima de su hombro y creyó
vislumbrar al mismo tipo extraño y turbio con el que se había cruzado la tarde
anterior.
Sin poder
remediarlo, y reprochándose su infantil reacción, la joven echó a correr hasta
que alcanzó su destino. Y quizá aquello fuera lo más inteligente que podría
haber hecho en aquella situación, pero ella no lo sabría hasta días más tarde.
Lo importante era que no albergaba tanta mediocridad en ella como la gente
solía pensar, y sería capaz de presentar batalla o huir cuando fuera necesario,
como hizo aquella tarde.
Las charlas
con sus compañeras de la tienda acostumbraban a ser agradables e insulsas, pero
las sorpresas suelen aparecer de la mano de las situaciones más corrientes. Por
casualidad, una chica menuda e inquieta llamada Alba tenía un novio estudiante
de Bellas Artes. El chico cumplía aquella semana veinte años, por lo que su
simpática novia quería tener un detalle con él, y no le daba para más la
originalidad que para comprarle algún material de pintura caro que sería bien
apreciado. Ella estaba perdida en materia artística, así que recurrió a Amalia
para pedir consejo.
-¿Y tú sabrías
dónde me saldría más barato?-quiso saber Alba.
Amalia
recordó.
-Hay una
tienda a la que solía ir cuando estaba en la facultad. El género que venden
suele ser selecto y caro, pero allí lo he visto más barato que en otras tiendas
más grandes. Podría ir por ti y mirar algo.
-¿Lo
harías? -Alba sonrió como una niña-. Es que estoy perdida en estos temas, y
Mario es tan rarito a veces…
La otra joven
respondió con una sonrisa y prometió que se acercaría a la tienda la mañana
siguiente, aprovechando que libraba en la cafetería.
Dos horas y
media más tarde Amalia salía a la lluvia vespertina de Madrid. Su paraguas era
amplio y la cubría por completo, pero se sentía incómoda. No hacía frío, lo
sabía, más bien estaba destemplada, y el agua que caía no ayudaba a que entrara
en calor, a pesar de que su paso hacia la estación de metro era vivo. No se
cruzó con nadie extraño, y eso debería haberla tranquilizado, pero Amalia se
sentía tan al descubierto como en los dos días anteriores. En el tren la
sensación no desapareció, y sólo ya en su casa se atrevió a respirar
profundamente.
Aquella noche
se despertó varias veces, una de ellas en el límite del alba. Le hubiera
gustado dormir más, pero había algo en ella que se rebelaba a cerrar los ojos y
dejarse llevar, una punzada que la instaba a estar alerta. Amalia subió la
persiana y abrió la ventana, asomándose por ella. Los edificios no dejaban ver
la línea del horizonte, pero la claridad ya se prendía en las ramas de los
árboles, que iban desnudándose día a día.
Ella desayunó
sin prisas y salió a la calle temprano, aprovechando que el sueño la hubiera
abandonado. Volvería con tiempo para adelantar algunos bocetos del trabajo que
le habían encargado en la editorial, así que decidió apresurarse en sus
compras.
El sol ya
brillaba sobre las baldosas cuando la joven llegó al Paseo del Prado. Cruzó de
acera antes de llegar a la plaza Cánovas. La estatua de Neptuno que presidía la
rotonda le dio la bienvenida con un semblante hierático que parecía juzgarla.
La chica le echó una última mirada desafiante antes de enfilar la calle que
subía hacia el Palacio del Congreso y empezó a callejear.
En cuestión de
media hora había alcanzado su destino, aunque tenía que reconocer que había
pasado un par de veces por delante de la tienda sin verla, razón por la cual
había caminado desorientada por la plaza durante al menos cinco minutos. El
cartel de “Hnos. Pinzón” estaba limpio y descolorido por el sol, y se veía
acosado por los neones de los bares que lo rodeaban, agresivos a pesar de que
no estaban iluminados.
La joven entró
en la tienda cita con cierto regusto agridulce en el fondo del paladar. No solo
la afectaba el hecho de que ella había dejado de ir por allí cuando había
guardado sus pinceles al fondo del armario; el comercio también parecía estar
sufriendo los golpes de una crisis socioeconómica que parecía no tener final.
Amalia exhaló
un suspiro prolongado al tiempo que se acercaba a un expositor de acuarelas que
había junto al mostrador. Nada más traspasar el umbral, un fogonazo de luz
azulada había atrapado su atención. No había salido ningún dependiente de la
trastienda, así que se atrevió a tocar una pastilla de acuarela de un brillante
turquesa, vivo y verdoso. No sabía por qué, pero la tonalidad la cautivó,
trasladando su mente a un río que había visitado en su niñez. Unos pasos suaves
la sacaron de su abstracción.
-Buenos días,
¿desea algo? -la dueña, una mujer de mediana edad, cambió su voz con facilidad
a un tono familiar al reconocer la cara de Amalia-. Hacía mucho tiempo que no
te veía por aquí.
Sin saber por
qué, la chica sintió la necesidad de disculparse.
-Es que
últimamente no he necesitado material… pero tenía pensado pasarme un día de
estos.
La mujer se
quedó mirándola, entre inquisitiva y divertida.
-Y ahora sí lo
necesitas, ¿verdad?
-Bueno… en
realidad no es para mí. Le estoy haciendo un favor a una amiga –reconoció
Amalia, no sin cierta reticencia-. Me gustaría ver lo que tienes de pinturas
pastel.
La señora no
se movió del sitio, manteniendo el contacto visual con la joven.
-¿Y por qué
últimamente no has necesitado material?
La pregunta,
sin ser agresiva, cayó a plomo sobre Amalia.
-Hace un año
que no pinto –confesó en voz baja-. No encuentro motivos para hacerlo.
Meneando la
cabeza, la dueña se dirigió a la
trastienda para sacar los expositores de pintura pastel que la joven quería
ver. Amalia aprovechó la tregua para tomar aire y serenarse; no se sentía
cómoda hablando sobre el desánimo que sentía desde hacía meses. Para no pensar
más en ello, volvió a examinar el estante de acuarelas.
Sin poderlo
remediar, alargó la mano y cogió la que había llamado su atención nada más
entrar a la tienda. Le dio la vuelta a la caja para ver el número del color y
el precio.
“Turquesa de
cobalto”, de Winsor&Newton… muy
por encima de sus posibilidades económicas.
-¿Te gusta?
–la dueña había regresado sin que la joven se hubiera dado cuenta-. Éstas las
vendemos poco, pero tienen unos tonos muy puros.
Amalia dejó la
caja con una sonrisa cortés. No le parecía correcto gastarse seis euros en una
acuarela teniendo dificultades para llegar a fin de mes.
La señora y
ella estuvieron una hora larga examinando las pinturas, decidiendo cuáles
podían interesar al destinatario del regalo y cuáles estaban dentro del
presupuesto. Al final, Amalia apuntó las referencias y los precios en un
post-it que pegó en el monedero.
-Mañana o
pasado se pasará mi amiga –informó-. Echadle una mano, porque estará un poco
perdida.
La mujer le
dedicó una mirada afable.
-Me da la
impresión de que tú también andas un poco perdida.
La joven no
respondió, lo que corroboró las sospechas de la dueña. Ésta señaló la acuarela
que la chica tenía en las manos cuando había salido de la trastienda.
-Mira, vamos a
hacer una cosa –le propuso con tono persuasivo-. Me da la impresión de que
necesitas un incentivo, así que llévatela –cortó la protesta de Amalia antes de
que ésta naciera-. Tranquila, que la pagarás; sólo es un préstamo. La próxima
vez que vuelvas por aquí a comprar material te la cobro. ¿Te parece bien?
-No sé… es
demasiado… ¿Cómo me la voy a llevar sin pagar? –sus excusas no sonaron
especialmente convincentes teniendo en cuenta que ya había vuelto a coger la
pintura.
-Te repito: te
la presto. Así me aseguro que vuelvas por aquí y me cuentes qué tal te va –la
mujer la miró con una mezcla de preocupación y simpatía-. Una pasión como la
que tú tenías no puede desvanecerse en la nada.
Amalia sonrió
azorada y agradecida. Se guardó la pintura en el bolsillo del abrigo y despidió
a la dueña con la mano. Mientras salía de la tienda un soplo cálido recorrió su
pecho; con los tiempos que corrían, era agradable encontrar a gente que se
preocupaba por otros, aunque fuera de forma superficial.
La tarde
transcurrió sin incidentes. El entusiasmo de su compañera se evaporó en cuanto
vio los precios que había apuntado para ella, pero al menos no había echado el
viaje en balde. Cuando terminó su turno anduvo de camino al metro con la
pintura en la mano, como si fuera un talismán. De hecho, en el momento en el
que volvió a sentirse observada por una presencia inquietante, el mero contacto
con la caja le hizo sentirse más segura. Y aunque no consiguió que la sensación
desapareciera, le ayudó a sobrellevarla, marcando un punto de inflexión
respecto a los días anteriores.
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