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domingo, 4 de febrero de 2018

La calles sin nombre (II)

El café que se servía allí era tan malo como el ambiente denso en el que nadaban clientes y camareros. La cafetería de un barrio industrial no era el mejor lugar para trabajar, o al menos así pensaba Amalia en aquella época. Por supuesto que había trabajos peores, pero aquel ya era suficiente para ella. Amalia era una muchacha de cabello castaño claro y ojos ilusos y soñadores.
  Saliendo de sus pensamientos, la joven recogió los restos de un desayuno frío y grasiento y comprobó la propina: nada, rien, nothing. Suspiró de cansancio y fastidio. Aparte quedaba lo cansado del trabajo; lo peor era la sordidez de aquellas cuatro paredes amarillentas por el humo de la cocina.
  No, haciendo honor a la verdad, lo peor era que no le llegaba el sueldo para vivir y, exceptuando su otro trabajo de dependiente por las tardes, no había encontrado nada mejor. Aquello, sobre todo, minaba su seguridad y sus fuerzas. Amalia era de esas personas que se rinde pronto a la evidencia, desfalleciendo cuando apenas ha comenzado a intentarlo.
  En concreto, aquella joven de veinticuatro años había pretendido ser pintora. Se sabía con talento, al menos en sus años de facultad, pero con el término de la carrera de Bellas Artes se había visto navegando, pececillo incauto, en un mundo de competidores, mentirosos y precariedad. Las recriminaciones paternas tampoco hacían bien, pues si bien ella ya sabía que necesitaba ser más decidida y tenaz, tampoco hacía falta repetirlo continuamente. Se había marchado de casa huyendo de los reproches; y aún tenía que agradecer que le habían ayudado a hacerlo.
  Aquel día, jueves, esperaba una cita importante y esperanzadora en cierta medida. Miró por el ventanal, que le mostraba una luz amarilla y apagada. Ella habría pintado el cielo y las nubes de verde y plata brillante, y los edificios anaranjados y sucios de Madrid de rojo, azul y violeta. Amalia recordó con amargura que siempre habían rechazado sus cuadros por su acusado aire naïve.
  Por suerte, esa cualidad era apreciada en las ilustraciones de cuentos infantiles. En un tiempo en el que las artes gráficas y lo digital dominaban, un conocido suyo que trabajaba en una editorial pequeña aún confiaba en los dibujos a mano. No era demasiado dinero, pero sería un pequeño aporte a su economía precaria y un soplo de aire fresco en la rutina diaria. Se reconciliaría, además, con sus manos y su vocación; llevaba seis meses sin tocar un pincel o un lienzo, y no sólo de pan vive el hombre.
  Llegó el término de su jornada, se cambió en un pequeño cuarto de baño y salió al fresco de la calle sin mirar atrás. El viento corría suave y penetrante, y Amalia se arrebujó en su gabardina parda. Dio un paso al frente, iniciando su camino, pero el segundo avance se quedó paralizado un momento. La joven miró a un hombre que la observaba con curiosidad desde la esquina. Comenzó a andar en su dirección intentando ignorarlo, pasó por su lado, sintió un escalofrío y no quiso volver la cabeza atrás.
  El trayecto que le esperaba en metro sería desagradable y aglomerado, pero se llegaba en media hora a la estación de Sol. La plaza madrileña recibía a la gente con su algarabía, las prisas y el humo. Amalia se abrochó el abrigo con cuidado y comenzó a sortear a los transeúntes de camino a la calle Arenal. Con un papel arrugado en la mano, la joven sólo prestaba atención a los números y a su cartera.
  Al fin llegó a un portal escondido y subió dos pisos hasta una pequeña oficina.
  Saludo. Espera. Presentación. Charla sobre su experiencia. Encargo decepcionante. Y buenas tardes. La joven bajó los escalones con menos prisa que con la que los había subido. El aire que la esperaba en la calle era frío, con una humedad agobiante que aún no se podía calificar como lluvia.
  La mano que agarró su tobillo le hizo recordar al inusual vagabundo despatarrado en la entrada. Quince minutos antes había mirado al treintañero con compasión y extrañeza, pues había visto a pocos vagabundos vestidos con un traje de buen corte, aún cuando éste acumulara las inmundicias de tres años de estar tirado por los suelos. Además, la barba desgreñada cubría rasgos juveniles y atractivos a pesar de la desnutrición. Ahora lo miró con miedo, casi con pánico. Y sacudió la pierna para que la soltara. Él habló.
  -No pises las calles sin nombre.
  -¿Perdona?-preguntó Amalia sorprendida, aunque continuando el forcejeo.
  -Dejan los sueños de los ilusos desperdigados por la ciudad nocturna, regodeándose en su inutilidad cada vez que ven uno tirado en cualquier rincón. Sus sombras son largas y las calles no tienen nombre, pues el vacío no lo necesita. No camines por las calles sin nombre.
  La última presión de su mano remarcó la advertencia y soltó la pierna de la chica. Amalia se alejó de allí aprisa y contenta de estar libre, aunque con la conciencia agitada.

  No contribuyó a tranquilizarla el sentimiento de que la estaban siguiendo, si bien esa posibilidad se le antojaba estúpida e improbable. Los hombres caminaban con tranquilidad, o con prisas, delante, detrás y a sus lados, y nadie encontraría sentido en perseguir a una joven desastrada y de expresión abstraída. Sin embargo, la sensación de estar siendo observada no desaparecía, y Amalia iba poniéndose cada vez más y más nerviosa. La bajada de los escalones de la estación fue rápida y atropellada, y aún sabiéndose a salvo del frío y la llovizna, la joven seguía sintiendo el ambiente pegajoso en torno a ella.
  Al salir a la calle después del trayecto en metro percibió que se había hecho de noche. Tras mirar a un lado y a otro de la calle y comprobar que las aceras estaban poco concurridas, inició el camino a su piso con el corazón más ligero.
  La cena que hizo fue temprana y frugal. El tiempo se escurría rápidamente hacia el aburrimiento y la laxitud, por lo que Amalia decidió aprovechar un par de horas para estructurar el trabajo que le habían encargado. Dejando aparte lo poco que le pagarían, le habían pedido dibujos simplistas y corrientes, con unas pautas muy marcadas que poco dejaban a la imaginación. Después de esbozar un par de ilustraciones se dio por vencida y se acostó.
  Antes de dormir siempre le había gustado elucubrar en la oscuridad y dejar que los pensamientos vagaran en la semiinconsciencia. Algunas veces alguna idea se concentraba y sorprendía por su lucidez; a Amalia le gustaba esa sensación. Sin embargo, aquella vez los hilos de pensamiento la llevaron a recordar al joven vagabundo y el estremecimiento que le había provocado. ¿Cómo llegaba una persona a aquella situación? En la mente de Amalia, formada en la comodidad de la clase media, no cabían las situaciones marginales.
  También la perturbaba la advertencia que él le había hecho. Iba dirigida directamente a ella, y era tan extraña… Pudiera ser que aquel hombre estuviera loco, pero cuando le había hablado sus ojos no transmitían demencia, sino abatimiento, apatía y cierta conmiseración.
  Entre divagación y divagación, la chica fue cayendo en un sueño ligero e intranquilo lleno de asfalto húmedo y carteles en blanco. 

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