Era un completo desconocido, constató Carlos al doblar la esquina. Al
otro lado de la calle, un hombre esperaba con paralizada paciencia, como venía
haciendo durante toda la semana. No vivía en aquel barrio, y los vecinos,
además de no conocerlo, apenas se habían percatado de su presencia. Carlos
sintió un nudo aprensivo que le oprimió el cuello más que la odiada corbata que
llevaba al trabajo. Había notado en el cogote una mirada inquisitiva, rapaz,
cada vez que hacía ese trecho del camino hacia su casa. Quizá por ello no le
sorprendió que al día siguiente el desconocido no lo siguiera sólo con la
mirada.
Aquel día no
era otoñal como los que le habían precedido en el recién iniciado noviembre,
bañados por una luz ambarina y cálida. El color gris del cielo era invernizo, y
el frío descendía sobre las hojas que había en el suelo. Carlos caminaba
deprisa, intentando mantener el calor y llegar antes a su piso. Observó con el
rabillo del ojo cómo en la otra acera se iniciaba un movimiento y un borrón
oscuro avanzaba en paralelo a él.
Carlos
incrementó el paso, intentando perderlo de vista, o que el otro lo perdiera a
él. Su casa estaba a unos cuantos metros y no quería que ese hombre lo viera
entrar el portal, por lo que sus pies casi corrieron sobre el pavimento. Con
las llaves preparadas, penetró en el edificio y, ya dentro, exhaló un suspiro
aliviado según subía las escaleras.
Su piso lo
recibió con dulzura, tenuemente iluminado y caldeado por la calefacción. “La
paranoia a veces nos juega malas pasadas”, pensó. Miró el cuenco de la entrada,
donde dejaba las cartas de la semana, y se acordó de que, con el susto, había
dejado el correo en el buzón. Esperó unos prudenciales minutos antes de bajar a
recogerlo y, cuando tuvo las cartas en la mano, subió las escaleras de dos en
dos. Se refugió en su pequeño hogar, como queriendo decir al mundo que aquel
día, después del percance en la calle, no estaba para nadie.
Encendió el ordenador y se sentó en el sofá, recibiendo de lleno su luz hipnótica y
resbaladiza. En aquellas tardes de tedio, Carlos se acordaba de las clases de
saxofón que había abandonado cuando comenzó su trabajo como oficinista. La
música jazz que años antes lo había emocionado era evitada ahora con absoluta
determinación; traía recuerdos amargos que Carlos prefería olvidar al ver que
nunca cumpliría sus anhelos.
Unos golpes
secos en la puerta de madera sobresaltaron al hombre, que se levantó temeroso.
Con pasos cautos entró en la cocina y bebió agua, ignorando a quien pudiera
haber llamado. Los golpes se repitieron, y esta vez Carlos se asomó a la
mirilla con el pulso vacilante.
Reconoció unas
ropas anodinas y un rostro de expresión neutra y algo cruel. Se alejó de la
puerta, perplejo y espantado. No podía ser que hubiera adivinado donde vivía;
ni siquiera lo tenía que haber visto entrar en el bloque.
El desconocido
repitió su llamada, y la acompañó con una apelación al dueño de la casa.
-Carlos,
abra-casi ordenó con voz susurrante-. Sólo quiero mantener una corta
conversación con usted.
Silencio.
-¿Carlos? Sé
que está mirando la puerta con miedo. Abra.
Un ruido y
apareció un rostro lívido por una rendija.
-¿Qué
quieres?-espetó el joven oficinista-. Yo no te conozco de nada.
Al otro lado,
el visitante esbozó una sonrisa siniestra y desalentadora.
-Oh, yo a ti
sí. Hace años que te observamos. Sólo he venido a darte la última noticia. Se
acabó.
Aquella
absurda respuesta enfadó a Carlos.
-¿Qué se
acabó? ¿¡Estás loco!? Si es así, no tengo por qué aguantar tus idioteces; llamo
ahora mismo a la policía, ¿me oyes?
Había ido
subiendo el tono según hablaba, pero aquello no impresionó a nadie.
-Se
acabó-repitió el extraño-. Lo has intentado durante cinco años y no has
recuperado nada de lo que perdiste. No te preocupes, le ocurre a mucha gente.
-¡Que te
largues! ¡Llamo a la policía! -curiosamente, se vio incapaz de cumplir su
amenaza; y ante la expectación del extraño, no pudo evitar preguntar-: ¿Quién
eres tú para hablarme así? ¿Y qué se supone que he perdido?
-Las ilusiones
de la vida. La abulia, la apatía y la mediocridad te han ganado la partida. Lo
poco que te queda es nuestro por derecho. Un segundo.
El hombre llevó
dos dedos a la frente de Carlos a través de la rendija y los posó allí durante
medio minuto. Bajó la mano después de haber terminado su trabajo.
El desconocido
giró sobre sus talones y comenzó a bajar la escalera.
El rostro de
Carlos había pasado de mostrar un temor algo sorprendido a la inexpresividad.
Por dentro sentía el más profundo vacío. Tal y como el desconocido había dicho,
no le quedaba más que ofrecer al mundo.
Cerró la
puerta, se dirigió al teléfono del salón y marcó el número de su madre. Esperó
pacientemente a que la mujer respondiera.
-Acabo ya con
todo-informó a la alarmada señora-. Me voy, pues no hay razón para que siga con
una vida que no aprecio. Te quiero, mamá.
Al otro lado
de la línea, la madre gritó su nombre después de que él colgara y al ver que la comunicación se había cortado, salió a la
calle sin preocuparse por ponerse un abrigo; su hijo llevaba un par de años
deprimido e importaba más llegar a tiempo. Pero nadie que hubiera conocido a
Carlos volvió a saber de su existencia.
No se encontró
nota de suicidio, al igual que tampoco hubo cadáver en ningún escenario.
Después de tres años en búsqueda por la policía se realizó el sepelio. Mientras
la madre de Carlos miraba atónita un ataúd vacío, éste derramaba su hastío bajo
la lluvia contaminada de la calle Arenal, vestido con un traje manchado de café
y vergüenza.
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