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lunes, 7 de enero de 2019

Telarañas

Aún recuerdo el día que comenzaste a sufrir migrañas. La luz de tus ojos se fue empañando por el cansancio, y la energía que derrochabas en mil proyectos iniciados y siempre aplazados desaparecía por días, incluso por semanas. Al principio, ni tú le diste importancia ni yo empecé a preocuparme por esos dolores de cabeza que de vez en cuando me describías como si alguien te tirara de una telaraña en los ojos.
            Pero poco a poco, lo que eran dolores que mermaban tu alegría espontánea se fueron convirtiendo en tardes con la luz apagada y una gasa sobre la frente. Al mismo tiempo, tus respuestas a mi inquietud fueron variando. Poco a poco, fueron pasando del: “Estoy bien, cariño. Voy a dormir treinta minutos y a ver si se me pasa”, al habitual: “Apaga la televisión, amor. Cada vez que veo esa luz es como si me tiraran de una telaraña en los ojos”.
            Ni siquiera el yoga que tanto te releja conseguía aliviarte en las crisis más fuertes. En realidad, el día que Omaira tuvo que llamarme para que acudiera al centro a recogerte fue el momento en que comencé a asustarme. Mientras recogías tus cosas en el vestuario, la profesora se dirigió a mí, preocupada por tu salud. Me explicó que te habías detenido en medio de una asana muy sencilla y te habías llevado la mano a las sienes y la frente, manifestando con tono quejumbroso que no podías seguir, que te sentías como si te tiraran de una telaraña en los ojos.
            Desde aquella tarde han pasado dos años que se han hecho fugaces e interminables como cualquier día en la Tierra. Los períodos buenos, sin estrés, sin malestares ni telarañas, iluminados por el ímpetu y la vitalidad de los que me enamoré hace años. Llenos de risas, de enfados, de tareas domésticas, y de planes que al final retrasábamos ante la aparición de una de aquellas visitas no deseadas, que no avisaban su llegada ni anunciaban su partida. Si el espacio y el tiempo son relativos, para mí la eternidad habita en la apatía de tus respuestas, en tus ojos achicados por el dolor y las larguísimas siestas que necesitas cada vez que te atacan las migrañas.
            De todo esto, lo  único que te reprocho es haber retrasado tanto la consulta al neurólogo. Después de un año de aguantar que te tiraran de las dichosas telarañas en los ojos, cada vez con mayor frecuencia, no dejé de insistirte para que acudieras al médico. Pero tu miedo encubierto a que fuera algo grave, y tus dichosas escusas fueron aplazando un plan que ha acabado siendo ineludible. Entonces debí decirte lo poco que me importaban los dolores de cabeza de tus compañeras de trabajo, lo insustancial que me resultaban las migrañas de juventud de tu madre y lo mucho que me preocupaban las telarañas que tiraban de tus ojos.
Y ahora aquí estamos, tú en medio de una resonancia magnética y yo esperando en la sala de un hospital. Consulto el reloj, y compruebo que no debe quedar mucho. En el tiempo que has estado dentro, he ido trazando nuestra visita a la Palma dentro de tres meses. Quizá esté siendo muy optimista, y soñar que vas a estar totalmente repuesta para nuestras vacaciones pone en evidencia una ingenuidad que debí haber perdido. Aún así, sé que estas vacaciones vamos a disfrutarlas, con telarañas o sin ellas.
Estoy comparando precios y calidades de hoteles en el móvil cuando sales de la consulta con el rostro risueño y sin sombra de dolencias. Probablemente sea una suerte que te hayan hecho la prueba en una etapa buena, porque tras besarme me dices que el médico quiere hablar con nosotros en su consulta. Tu gesto es relajado, pero la tensión que noto en tu brazo delata que el miedo que tenías amenaza con convertirse en certeza. El doctor confirma esta sospecha en cuanto te llama con gesto profesional y serio, y nos invita a pasar a la habitación donde trata con sus pacientes.
Comienza a describir las múltiples causas de las migrañas y las pruebas que los neurólogos realizan para detectarlas. A ti ya te han hecho varias de las que han mencionado, sin resultados, pero en la resonancia de hoy sí han detectado el origen de tus tormentos. El neurólogo, en mitad de su carrera profesional y protegido por esa pátina de distanciamiento que les otorgan los años de mirar enfermedades y muertes de cara, comienza a explicarnos lo que te ocurre, los posibles tratamientos y las posibilidades de éxito que juegan más en nuestra contra que a nuestro favor. Tú mano aprieta la mía, y creo no escuchar, pero el diagnóstico suena claro en cuanto lo expone. Sin embargo, no noto mis tímpanos vibrar, ni mi cerebro recibir la información sonora. Sólo siento como si me tiraran de una telaraña en el pecho.

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