La culpa es
de la gente, que vive por encima de sus posibilidades. Siempre ha habido
clases, el error de algunos ha sido querer olvidarlo. En el antiguo Egipto, los
faraones no se mezclaban con los esclavos que construían sus pirámides, al
igual que la aristocracia ateniense no debatía sobre el ethos con los que trabajaban las minas de plata de Laurión. Y esa
clase trabajadora que tanto se queja de exiguos salarios, desahucios y
corrupción haría bien en recordar que aún se encuentra lejos de la situación
que viven los trabajadores en Bangladesh. Y muchos que cumplen sueños de
banalidad y derroche a costa de los créditos que piden a los bancos deberían
plantearse hasta qué punto pueden endeudarse antes de recurrir a ellos.
Es sumamente
fácil señalar culpables en una sociedad que consume irresponsablemente,
reflexiona mientras apura su brandy. Después de años de oropeles y brillos,
ahora le toca ajustar cuentas y salvar a unas cuantas ratas con su silencio
eterno. Hace meses que las furias exigen un sacrificio de sangre, buscando
ansiosas descargar la rabia de una población que se siente reventar de necesidad
de ideales y pureza. Pues bien, él pagará la parte del botín que le
corresponde, pero eso no hará que el mal se solucione.
Lo cierto es
que no puede recordar dónde comenzó su afán por amasar y poseer. Evidentemente,
algunas de sus pautas egoístas le vinieron por carácter, pero la mayoría fueron
aprendidas. En su ambiente se promovía la riqueza como único valor personal,
era cuestión de tiempo que empezara a ostentar bienes que no eran suyos. La
estafa estaba bien camuflada por una bonanza ficticia; mientras la ciudadanía
se envanecía pensando que estaban llegando al nivel de los parientes ricos de
Europa, el mercado inmobiliario se disparaba y los fondos públicos eran
malversados.
Él participó
muy gustosamente de aquella comedia macabra; si un camarero quería solicitar
una hipoteca a cincuenta años por un chalet de extrarradio, no le correspondía a
él disponer lo contrario. Si la clase política pagaba favores con servicios
públicos, no era responsabilidad suya que se dejaran comprar con semejante
facilidad. Y sin embargo, cada traje nuevo y propiedad adquirida no llegaban a
satisfacer la visión que tenía de sí mismo. Las lujosas comidas de empresa y el
ocio lascivo nunca llegaron a cumplir sus expectativas, sólo gratificadas
momentáneamente tras hacerse con el control y el poder sobre algo nuevo, objeto
o persona. Después de tanto tiempo así, casi agradece que la rueda de
apropiaciones indebidas y acusaciones fundadas vaya a detenerse.
Lo único que
le queda por poseer es la muerte, que ahora lo mira de frente. Con este
pensamiento se prepara para apropiarse de ella mientras lo encañona su verdugo.
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