Vagar es más complicado de lo que
la gente cree. Dejando de lado los asuntos logísticos –importantes, sobre todo
si uno se ha acostumbrado a llevar una vida cómoda-, está el desconcierto de no
saber a dónde llevarán los pasos que se dan. Todas estas cuestiones se le
habían escapado a la secreta viajera en el momento de tomar la decisión de
desentenderse de su vida anterior.
Al principio no había llevado
bien eso de no comer caliente –o no comer en absoluto-, pero con los meses había
aprendido a disfrutar de la sencillez y la frugalidad. Peor había sido el hecho
de no poder disfrutar de duchas y baños con asiduidad, y descubrir que a veces
olía peor de lo que los estándares sociales marcaban. Pero en realidad,
aquellas incomodidades no eran tan terribles.
Terribles habían sido los
hallazgos que había hecho en unos pocos meses de vagabundeo. Había descubierto
que existían depredadores de hombres disfrazados de personas, y que
desenmascararlos era complicado y peligroso, por lo que solía mantener las
distancias con el resto de la gente. Además, se había visto obligada a
enfrentarse a la realidad de que, por mucho que anduviera, no tenía un destino
al que dirigirse. Y le faltaba valor para atravesar el mar en dirección al
horizonte.
Pocas personas sabían que durante
muchos años había tenido un ancla. Ésta le había aportado estabilidad y
seguridad, pero también le había impedido moverse, lastrando su avance hacia la
madurez. Durante los últimos años de su primera juventud se había aferrado a
ella por miedo a lo que había más allá de aquel mundo reducido en el que se
había resguardado. Pero al final, la llamada del horizonte había sido más
fuerte y había decidido salir a probar fortuna.
La idea de aquel mundo tan
pequeño, tan cerrado, tan pautado y privado de espacio para sí misma había
terminado por llenarla de angustia. La falta de oxígeno le había afectado al
cerebro durante años, y había tardado en reaccionar, no sin sentirse culpable
por dar un golpetazo encima de la mesa y claudicar.
Ya había habido un primer conato
de soltar amarras, pero fracasó antes de empezar siquiera. Por entonces era
consciente de que todo en la vida tiene su peaje, y en aquel tiempo todavía no
estaba preparada para pagarlo.
Cuando llegó el momento, se tragó
las consecuencias con sonrisas que impostaba para no desentonar, e intentó
volver a aferrarse al ancla, con la ilusión de que aquella última vez no se
ahogaría.
Sin embargo, hay ciertos actos
que no se pueden ni con la mejor intención, y una vez vislumbrado el horizonte
permanecer aferrada al ancla se le antojó una cobardía. Decidió que la soledad
autoimpuesta era más llevadera que la culpabilidad y los reproches y comenzó a
vagar. Sabía que siempre encontraría compañeros en el camino. Y si no, tampoco le importaba caminar sola, al menos por un tiempo.
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