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martes, 16 de mayo de 2017

La vida en el horizonte (I)

Vagar es más complicado de lo que la gente cree. Dejando de lado los asuntos logísticos –importantes, sobre todo si uno se ha acostumbrado a llevar una vida cómoda-, está el desconcierto de no saber a dónde llevarán los pasos que se dan. Todas estas cuestiones se le habían escapado a la secreta viajera en el momento de tomar la decisión de desentenderse de su vida anterior.
Al principio no había llevado bien eso de no comer caliente –o no comer en absoluto-, pero con los meses había aprendido a disfrutar de la sencillez y la frugalidad. Peor había sido el hecho de no poder disfrutar de duchas y baños con asiduidad, y descubrir que a veces olía peor de lo que los estándares sociales marcaban. Pero en realidad, aquellas incomodidades no eran tan terribles.
Terribles habían sido los hallazgos que había hecho en unos pocos meses de vagabundeo. Había descubierto que existían depredadores de hombres disfrazados de personas, y que desenmascararlos era complicado y peligroso, por lo que solía mantener las distancias con el resto de la gente. Además, se había visto obligada a enfrentarse a la realidad de que, por mucho que anduviera, no tenía un destino al que dirigirse. Y le faltaba valor para atravesar el mar en dirección al horizonte.
Pocas personas sabían que durante muchos años había tenido un ancla. Ésta le había aportado estabilidad y seguridad, pero también le había impedido moverse, lastrando su avance hacia la madurez. Durante los últimos años de su primera juventud se había aferrado a ella por miedo a lo que había más allá de aquel mundo reducido en el que se había resguardado. Pero al final, la llamada del horizonte había sido más fuerte y había decidido salir a probar fortuna.
La idea de aquel mundo tan pequeño, tan cerrado, tan pautado y privado de espacio para sí misma había terminado por llenarla de angustia. La falta de oxígeno le había afectado al cerebro durante años, y había tardado en reaccionar, no sin sentirse culpable por dar un golpetazo encima de la mesa y claudicar.
Ya había habido un primer conato de soltar amarras, pero fracasó antes de empezar siquiera. Por entonces era consciente de que todo en la vida tiene su peaje, y en aquel tiempo todavía no estaba preparada para pagarlo.
Cuando llegó el momento, se tragó las consecuencias con sonrisas que impostaba para no desentonar, e intentó volver a aferrarse al ancla, con la ilusión de que aquella última vez no se ahogaría.
Sin embargo, hay ciertos actos que no se pueden ni con la mejor intención, y una vez vislumbrado el horizonte permanecer aferrada al ancla se le antojó una cobardía. Decidió que la soledad autoimpuesta era más llevadera que la culpabilidad y los reproches y comenzó a vagar. Sabía que siempre encontraría compañeros en el camino. Y si no, tampoco le importaba caminar sola, al menos por un tiempo.

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