Debajo de un soportal sobriamente iluminado, sepultado bajo varias mantas sucias y cartones corrientes, dormía un hombre. Aquel hombre no caminaba, arrastraba los pies por oficio. No sonreía ni tan siquiera un poquito. Su corazón venia latiendo últimamente casi apagado, escupiendo sangre con desgana y sin motivo. Todas las noches volcaba la luna sobre sus ojos, la contemplaba como a una mujer desnuda y se embriagaba de su luz prestada; pues la luna jamás tuvo luz propia al igual que sus pocas alegrías. El hambre y la locura eran sus únicas posesiones, las únicas que no había sabido perder. Los años y el frío trazaban con brocha fina nuevas arrugas sobre su cara, y aun estando llenito de alcohol barato él se sentía siempre tan vacío... Recorre las calles y vive como un nómada, ha visto amanecer tantas veces, tantas veces ha llorado que algunas pareciera que se le acabaron las lágrimas.
Todas las noches, antes de dormir, revisa pulcramente su extensa colección de errores, a veces parándose a examinar alguno con su lupa de melancolía, y le invade aquella familiar tristeza. Normalmente, nos habríamos referido a este individuo como "un mendigo", como si perteneciese a una especie o condición diferente (y seguramente inferior) a la de los hombres corrientes. Desconozco el nombre de este señor, que aparenta tener bastantes años y pocas ganas de hablar, e igualmente desconozco el frío tan espantoso al que debe enfrentarse estas larguísimas noches de invierno. Me lo imagino aun aturdido por el alcohol, bajo su manta, con la única compañía de sus pensamientos; que no es poca. En estas situaciones es tremendamente imprescindible tener una buena relación con tu propia mente, para que la convivencia sea apacible... que ya bastante tiene con el frío. Pues ahí, entre cartones y nostalgias, me imagino al hombre divagando en el caos más absoluto de su psique, sumergiéndose en farragosos pantanos de tristeza, remolinos de locura y relámpagos de suicidio. Y poco a poco, noche tras noche, su espíritu se va oxidando como un metal empapado, hasta que la esperanza asoma el cuello por encima del agua dando sus últimas bocanadas, con ojos de terror y de socorro. Las miradas de la gente son esquivas si le ven, y su mirada inexpresiva oculta un alma de papel, juega siempre con la muerte y el diablo le susurra, que diversión tan cruel la de su Dios, como se burla de sus tropiezos, como disfruta inclinando su vida para que este un poquito más cuesta arriba, si cabe.
Cuando ese hombre no solo ha perdido todo, sino que termina de perderse a sí mismo, cuando ya no es ni si quiera una sombra de lo que fue, cuando se transforma en un contenedor de sufrimientos, solo entonces deja de ser "un hombre" para convertirse en algo cuya condición es muy diferente (y lamentablemente inferior) a la de los hombres corrientes.
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